364

La amé con ansiedad contada. 364 veces me dijo que no. Tuvo más paciencia —tal vez resignación— de la que fui consciente. Ni una más. Las conté en mi diario y me escondí en una trinchera desde la que protegerme y observar.

Mi ignorancia me impide saber si lo mío era amor verdadero, dependencia emocional, o posiblemente, alguna enfermedad mental. Intenté sacarla de mi cabeza y de mi vida. Y ella siempre estaba allí. Volvía entre mis orejas, desgarrando mi vigilia y endulzando mis sueños.

Cuatro años de juventud herida para cosechar casi uno de negativas. No quería ser solo su amigo. Preferí ser su espía. Y así, envenené mi existencia con obsesiones vacías, ilusiones descarnadas, besos en sueños y sin planes para nada más.

Fui testigo directo de su evolución como la mujer excepcional que era. Todo le iba bien, porque todo lo hacía bien. De vez en cuando me hacía el encontradizo. Ella, que olfateaba de reojo mi obsesión, con gran delicadeza me decía que tenía prisa o que la estaban esperando.

—Claro —decía yo—, hasta otra ocasión. No te olvides de mí.

Y ella se olvidaba de mí. Yo lo sabía. Lo veía, lo sentía y lo sufría. Con mis disfraces la acechaba cuando mi moribunda vida lo permitía. La veía salir con unos y con otros, mientras yo fantaseaba con ser uno más. Algún día se dará cuenta de que el único que la ha amado de verdad soy yo. Algún día sabrá que no hay nadie mejor.

En alguno de nuestros encuentros le di mi tarjeta para nada. Los días pasaron, mi teléfono se mantenía mudo de ella, y mi mail vacío, salvo algún spam ocasional. Los años pasaron y mi amor fue madurando. Rechacé ser su biógrafo camuflado. La obsesión dio paso a la paciencia. La espiaba los fines de semana y solo me permitía hablar con ella una vez al mes. Me preparaba cada encuentro, como si fuera mi gran actuación en el Teatro Real.

La foto troquelada con su perfil a tamaño real nunca contestaba. Yo ponía en mi mente su voz y sus palabras. Nunca acerté, porque sus evasivas y sus palabras entrecortadas no eran naturales. Había algo por lo que ella recelaba.

Una actriz para darle celos

Contraté a una mujer para que se hiciese pasar por mi novia. Tendríamos que pasar a su lado riendo y acelerando como si llegáramos tarde a algún sitio. El auténtico novio de aquella actriz estaría en la acera de enfrente rodando un vídeo. Se ve que ella nos mira y se vuelve para seguir mirando. Tal vez se sorprendió de que yo fuera agarrado así de una mujer. Quizás su sorpresa fue que no saludé. Quizás no pudo digerir que ella ya no era la única en mi pared. Aunque sí lo era.

En las fiestas le presenté a mi novia falsa. Y entre el ruido, el polvo y el alcohol, me vomitó:

—Me alegro de que estés con esa chica. Se os ve muy bien. ¿Sabes? Hace tiempo pensé que me estabas persiguiendo. ¡Qué tonta!

Su risa lanceó mi corazón desgajado. Mi sonrisa forzada me rajaba por dentro. Me despedí y no quise saber nada de ella en tres meses. Tres meses sin esperarla en su calle o en su trabajo. Tres meses de tensión sosegada, de amargura en calma. Aproveché para ir con un amigo a observar aves y me pareció que él hacía en su tiempo libre lo mismo que yo: observar la belleza.

Cuando volví a ella, había empezado a salir con un forzudo guaperas. Un tipo ordinario y bruto, con el que siempre iba a los mismos sitios, para aburrirse entre fútbol y cervezas. Él era un niño de papá, con más dinero que cabeza. Un día, los vi entrar en un edificio donde había dos abogados y una ginecóloga. Aquella tarde, tras despedirse de él, se probó tres trajes de novia. Tenía que hablar con ella. Frenarla como fuera. Al día siguiente la abordé llegando a su trabajo:

—¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿Cuándo nos vimos por última vez? Fue en… en…

—En las fiestas. ¿Te acuerdas? Conocí a tu novia. ¿Cómo está ella?

—Bien, muy bien… Estamos pensando casarnos. Yo no lo veo muy claro, pero a ella le hace mucha ilusión. Ya sabes…

¿Por qué dije justo lo contrario de lo que había planeado? Subconsciente traidor.

—¡Qué bien! —exclamó ella—. Yo también me caso. ¿Sabes? Vamos a hacer una ceremonia íntima, solo para la familia. Bueno, es que vamos a tener un hijo…

A partir de ahí, mi mente entró en cortocircuito. No pude escuchar nada más. Me sentí, otra vez, el mismo idiota de siempre. El mismo tonto, prendado de una mujer con otros planes en su vida. Estaba ahogándome en un imposible. La amargura se atrincheró en mi corazón mientras mi estómago ardía en acidez.

Suicidio o asesinato

No sé si se casaron, pero el niño nació y los tres se veían desgraciadamente felices. Planifiqué matar al marido y a su descendencia, como hubiera hecho un león alfa con coraje. No pude ejecutar el plan por pura cobardía.

Ellos se mudaron no muy lejos y yo alquilé un piso justo enfrente, para observarlos mejor. Discutían como cualquier pareja, supongo. Con el segundo hijo los problemas se hicieron más grandes y él incluso se mostraba violento hacia ella y hacia los dos niños. Era insoportable. Alguien tenía que darle su merecido. Meticulosamente, diseñé varios «ajustes de cuentas» y nada me animó a terminarlos. Yo no era un vulgar camorrista, ni un sicario sin escrúpulos. Si ella quería estar con un idiota, era su elección y su responsabilidad. Idiotas hay muchos por el mundo como para pretender erradicarlos.

Pasé meses sin saber de ella, que no sin pensar en ella. En mi cabeza ella vivía conmigo y hacíamos las cosas que hacen las parejas. Nos despedíamos por las mañanas y nos abrazábamos por las tardes. Cada noche, un beso de despedida nos permitía cerrar los ojos. Mi vida imaginaria, con ella, era mucho más feliz que la realidad de su vida entre pañales y gritos.

En mitad de cada noche abría los ojos y miraba la oscura soledad. Aún lloraba, porque mi mente sabía que todo era mentira y que la mujer que yo quería sentir a mi lado era la de antes, esa que yo había imaginado y que seguramente nunca existió. Ahora tiene arrugas que mi imaginación no pone y 20 kilos de más que no ha soltado de su último embarazo. ¿Estoy enamorado de un ser real o de un fantasma del pasado? La pregunta martilleaba mi cerebro entre tomas de bromazepan.

Necesitaba volver a verla regularmente. Necesitaba, de verdad, sentir que ella era un ser real, con brillo en los ojos y sudor en las axilas.

Naturalmente, ella se sorprendió de verme en el parque, justo cuando llegaron. Era un momento en el que no le resultaría fácil ponerme excusas de que tenía prisa.

—Vengo a veces aquí para leer —le aseguré enseñándole el libro que ella había leído meses antes en el autobús, con un marcapáginas puesto aleatoriamente.

—Me encanta ese libro —dijo con entusiasmo—, especialmente la anécdota del principio cuando…

Entonces ella empezó a hablar de la anécdota, mientras yo asentía bobamente con la cabeza. Cuando terminó, me reí forzadamente y le dije:

—Tengo unos regalos para tus hijos. No les compre nada al nacer y he pensado que… bueno… Los tengo en casa. ¿Quieres que quedemos un día?

El compromiso funcionó y quedamos al día siguiente en un bar de la zona. Fue un encuentro rápido. Sus niños eran un encanto. Me dieron las gracias educadamente y se pusieron a jugar mientras yo le confesaba que al final no me había casado, que habíamos roto. Ella lo lamentó, se tomó el café y se marchó con prisas, dejándome lágrimas sin disolver en mi taza.

Actualicé mis sueños. Ya veía su versión envejecida, con arrugas nuevas y unos kilos de más. A veces, las versiones joven y actualizada se mezclaban en un extraño ser que era más digno de pesadillas que de alegrías oníricas.

Un telescopio lleno de rabia

Volví a espiarlos desde el piso de enfrente. Un colchón en el suelo y un telescopio apuntando al corazón de mi cielo. Eso era lo único que llenaba mi consuelo.

Por el ocular percibí que no había mucho amor en aquella casa. Él llegaba tarde y cenaba con el canal de deportes. Ella parecía huir de él escondiéndose con sus hijos a jugar. Cuando estaban en la misma habitación, cada uno miraba más su teléfono que a su pareja. Cabizbajos, chateaban en silencio. Eran otra pareja carcomida por la convivencia. En sus rutinas había malos gestos, y seguramente malas palabras. ¿Por qué los niños no salían de su habitación cuando él llegaba a casa? Él ni siquiera se pasaba a darles un beso.

Yo seguí encontrándome con ella, para que no me olvidara. Siempre tenía algo preparado para los dos niños, aunque solamente fueran unos caramelos o unas monedas estratégicamente desordenadas en mi bolsillo. Me mostraba siempre atento y alegre, sin pasarme. No querría verme más, si descubría que era un maniático obsesivo. Le sería fácil conseguir una orden de alejamiento, y todo mi plan se esfumaría para siempre.

Le preguntaba por su marido y siempre contestaba lacónicamente, con un «bien» o con un «ahí está». ¿Ahí está? ¿Es esa una respuesta de alguien enamorado? Para mí era claro que no. Puede que solo viera lo que quería ver.

El pequeño cumplió dos años y el distanciamiento en la pareja aumentó. Él llegaba más tarde que de costumbre. Lo espié en diez o doce ocasiones y todo el tiempo estaba en su lugar de trabajo. ¿Lo suyo era una adicción al trabajo? ¿O una aversión a su hogar? Era un enfermo que debería ir al psicólogo. Yo también —lo sabía—, pero lo mío era por el sentimiento más noble. Dicen que en el amor y en la guerra todo vale y no creo que sea cierto. Hay límites que no se deben sobrepasar. Llevaba quince años dejando atrás esos límites. Yo lo sabía muy bien. Lo mío no era una enfermedad. Era más un pasatiempo. Unos estudian aves o insectos y mi pasión era estudiar a una persona científicamente. Había aprendido bastante sobre sus gustos en comida, en ropa… Conocía a sus amigas, sus familiares, sus aficiones, sus colores, los libros que leía en el parque… Sin embargo, nunca habíamos reído juntos. Nunca había usado mi hombro para llorar, y nunca nos habíamos abrazado más de tres segundos. Me faltaba lo más importante.

Para mí, el invierno duraba todo el año. Desde que se casó, en verano les perdía la pista durante uno o dos meses. También me tomaba vacaciones de mi trabajo de espía. Imaginaba que me iba con ella de viaje, que nos bañábamos en la playa y hasta que discutíamos por cualquier tontería. En mis ensoñaciones, empezaron a aparecer sus hijos. Éramos una familia feliz. Me pasaba más tiempo imaginando una vida irreal que aceptando mi descarnada existencia.

Había dedicado mi vida a un amor no correspondido, a una ilusión. Todo descansaba en una esperanza que se estaba derrumbando. Quise suicidarme. Salir del sinsentido. Hasta le escribí una nota de despedida con la que quería que ella se sintiera culpable de nuestra infelicidad. Ella no supo mirar en mi interior. Y debía pagar por ello. Un fallo que nos condenó a la superficialidad de vidas anodinas, vacías de amor.

Decidí quemar todo lo que tenía de ella, hasta la servilleta con la que se limpió tras comer un bocadillo por la calle. La rescaté de la papelera y pensé enmarcarla. Su foto a tamaño real ardió lentamente por los pies, como una bruja condenada por la inquisición. Ya no era ella, sino una imagen irreal en mí.

Tras la noche del fuego me sentí extrañamente liberado. No hay nada como las llamas para poner un buen punto final a cualquier dolor emocional. Lo mío —lo supe más tarde—, más bien fue un punto y aparte. En vez de dedicarme a espiar fantasmas del pasado, vagaba por la ciudad, andando con prisa, como si alguien me esperara. Sin rumbo, sin destino, como un flâneur. Cualquier calle era buena para andarla mirando sus baldosas y su asqueroso asfalto. Intentaba no pasar mucho por los mismos sitios, por miedo a que me reconocieran. «Ahí va el loco que siempre tiene prisa por llegar a ningún sitio».

Pasaron varios años sin saber nada de ella en su vida real. En mi ficción, cada día ocurría algo emocionante. A veces, mi imaginación repetía las conversaciones de un día a otro. Repetía las peleas, las reconciliaciones, los besos y los abrazos de más de tres segundos, o de toda la noche apretando la almohada entre lágrimas y tiritones. Jamás un amor hizo tanto daño.

Compraba pan para cenar. Los gorriones y las palomas del parque se lo comían antes de llegar a la mesa. Miga a miga, insaciables, me hacían compañía en el vacío parque. Un día un gorrión se sentó junto a mí.

—Yo te conozco. Eres el amigo de mamá.

—Chaval, creo que te confundes.

—No señor. Yo te conozco.

Levanté la mirada y efectivamente, vi a un mozo de unos diez años que se parecía al hijo mayor. Pronto llegó ella. Se sentó a mi lado y mandó a los niños a los columpios. Yo estaba tiritando. No había preparado ese momento. Mis días de actor en encuentros fortuitos estaban lejos. No tenía ni un chiste en la guantera. No hizo falta. Ella se puso a hablar y antes de contestar nada, me dijo que tenía que irse. Llamó a los niños y se fue sin esperar de mí ni un susurro. Un gesto de mi mano le dijo adiós mientras sentía una agradable y natural sonrisa pegada en mi cara completa.

En el bolsillo apreté unos caramelos con el papel repegado que ya no estaban en condiciones para ellos. Todo había sido tan rápido que tuve que revivir en mi mente ese momento. Ella, sentada a mi lado, hablando con naturalidad como si fuéramos… como si fuésemos… al menos, amigos. Puede que algo más. Me dijo que se había separado, que la habían despedido de su antiguo trabajo y que ahora solo pensaba en sus hijos y en un trabajo a tiempo parcial que le había salido demasiado lejos de su casa, pero que así tenía tiempo para leer en el autobús. Creo que no se me olvida ningún dato importante.

Estuve a punto de invitarla a cenar para tener otra decepción más en mi vida. No lo hice. Por aquel entonces estaba convencido de que ella conocía claramente mis deseos. Siendo así, tanto ella como yo preferíamos no verbalizarlos constantemente, para no poner en peligro nuestra extraña amistad.

Había una posibilidad entre un millón de que ella quisiera algo más conmigo, de que no estuviera segura de mis intenciones y, además, de que no se atreviera a decirme nada. Era algo demasiado remoto como para apostar todo a ese número.

Todo el año de carnaval

Me volví un experto en disfraces para observarla en el autobús. Sabía con quién hablaba, qué leía, si estaba nerviosa o si podía concentrarse. Robaba su basura en cuanto la dejaba en el contenedor, para descubrir lo que comían, lo que se les había roto, la periodicidad de su menstruación, las medicinas que se usaban en su casa o su regularidad comiendo pescado. Era asqueroso y dejé de hacerlo.

Para lo único que me sirvió es para comprarle al niño un flexo que se le había roto. Se quedó muy sorprendido de que acertara en mi regalo. El viejo hasta tenía su nombre en negro.

De tarde en tarde nos encontrábamos en el parque. Al menos unas monedas, siempre estaban preparadas para los niños y ellos, muy agradecidos, me pagaban con abrazos de más de tres segundos y retahílas de gracias. Una vez le regalé a ella un libro de un autor que estaba leyendo en ese momento.

—¿Có… cómo has sabido que me gusta este autor? Precisamente me estoy leyendo ahora mismo otro de sus libros.

—Me lo dijiste la última vez que nos vimos —contesté yo sin mucha seguridad y pensando haber metido la pata al ver su cara de extrañeza, por lo que tuve que añadir una palabra más—, creo.

—No. Es imposible, porque lo conocí hace una semana o así. Y solo leo en… en… en el autobús.

—Pues… no sé. Lo vi en la librería y pensé en ti. Puede que estemos conectados, ¿no?

—Puede —susurró ella con claros signos de duda.

Al día siguiente cambió el libro que llevaba al autobús y miraba para todos los lados, como si supiera que alguien la espiaba. Al tirar la basura, caminaba calle arriba y abajo unos cien metros y luego corría a tirar la basura en otro contenedor. Obviamente, sospechaba algo. Me obligué a ser muy cuidadoso.

Me alejé una temporada, esperando vanamente su llamada. Ocurría en mi imaginación. Y allí, ella decía justo lo que yo quería oír. Nos íbamos los cuatro a vivir juntos una vida sencillamente feliz. Cuando despertaba, mi vida invitaba a vomitar. Otra foto suya troquelada casi a tamaño real me recordaba continuamente el paso del tiempo y lo irreal de mi vida. Estaba más vieja que en la foto que el fuego se llevó. Para sentir una relación más real, empecé a añadir una foto nueva cada dos o tres meses. Las recortaba resaltando su silueta, sus contornos curvos, la finura de su figura. Así vivía su evolución. También su madurez y su deterioro. No tardaron en salirnos las primeras canas, a ambos a la vez. Se tintó su melena un par de veces, pero finalmente aceptó de buen grado ese chivato visual de la senectud.

Mis paredes eran el Prado donde, como Dorian Gray, ella iba envejeciendo a cambio de un maquillaje cada vez más sobrecargado, sugiriendo querer esconder, o tal vez difuminar, lo que era más que evidente. El color de ojos no mejoraba su mirada entre arrugas. El lápiz de labios solo resaltaba el entorno que hacía años había dejado la tersidad de la juventud. No había nada malo en ello. Me atrevería a decir que nunca hay nada malo en que las cosas sean como son. Aceptar lo que no nos gusta, igual que lo que nos gusta, está entre las cosas más sabias que podemos aprender en la vida.

Dejé el apartamento que tenía frente a ella y durante varios años, solo la espiaba hasta conseguir la foto perfecta para actualizar mis paredes. Por Navidad me hacía el encontradizo para, con la excusa, regalarles algo a los niños y llevárselo a su casa. Nunca me dijo que pasara a tomar algo o a ver cómo los niños abrían los regalos. Un rato llorando sobre la almohada y se me pasaba.

Esos regalos fueron cambiando de peluches a camiones, y de juegos de construcción a juegos de mesa, puzles, videojuegos, libros y, a partir de cierta edad, entendí que solo era posible acertar regalando dinero. Los tres lo agradecían. Mi regalo navideño era una tradición tan cotidiana como los Reyes Magos.

La maldición

Una mala caída la retuvo en el hospital bastante tiempo. Me enteré por su hijo mayor que ya estudiaba en la universidad. La visité varias veces y, aunque ella lo agradecía, por algún motivo yo notaba que no estaba cómoda. Después de tantos años, ella seguía reflejándome que yo no le caía bien. Saliendo del hospital la maldije y deseé que se quedara coja para siempre, para que nadie la amara jamás, por tullida. Varios meses más tarde, andaba por la calle muy despacio y con un bastón.

Retiré mi maldición, aunque debió de ser demasiado tarde. Ella siguió cojeando lentamente y con dolores que su cara reflejaba en cada paso. Sus dos hijos estudiaban fuera y volvían a casa los fines de semana. Yo le llevaba la compra cuando me lo pedía y le ayudaba a algunas tareas: papeleos, arreglos domésticos y cosas sin importancia. Siempre se mostraba agradecida. Jamás entendió que yo no me contentaba con un puñado de gracias. Yo buscaba ser algo más. Para mí, ser «amigos» era un insulto. Prefería su silencio a que dijera que yo era un buen amigo. Lo aborrecía, pero ella siempre me presentaba así ante sus conocidos. Yo ponía una sonrisa por fuera y me descomponía por dentro.

Saber que la persona amada te ve como un vulgar amigo, o como un apreciado hermano, es mucho más doloroso que sentir su odio más visceral. Solo lo entiende quién lo ha sufrido.

Los años pasaron y la decrepitud se iba cebando en ella. Yo me mantenía activo, leía, hacía deporte. Ella fue encerrándose. Había días que no se levantaba de la cama, según me confesó en secreto, pidiéndome que no se lo dijera a sus hijos. Cada vez que la visitaba, me hacía el firme propósito de no volver jamás. No me gustaba cómo me trataba. Lo peor era la sensación de decadencia que respiraba en su compañía. Quise acabar con aquella obsesión tras décadas de alimentarla. Una y otra vez, seguía cayendo en la tentación de hacerle la compra o de llevarle algún regalo que sabía que le gustaría, algún dulce o algún libro que acabaría encima de la mesa, intacto, como si fuera la habitación de un desaparecido.

La mirada

No puedo olvidar el día que, tras abrirme la puerta, se quedó mirándome seria, impasible, como el que no ve nada. Entendí, una vez más, que yo no era nada para ella. Ni siquiera llegaba a la categoría de ser nadie. Me sentí menos que nada. Por eso se quedó mirando como si no hubiera nada ante ella. Le pregunté si se encontraba bien. Me contestó que sí. Y dándome voces me echó. No dijo que estaba harta de mí, pero lo dejó muy claro. Su mirada había cambiado. Siempre había sido dulce en la distancia. Y aquel día fue tan amarga y fría como yo la había sentido siempre.

En la calle, grité y le di las gracias mirando a su ventana. Le dije que no volvería. Ni siquiera ese día estaba seguro de poder cumplir mi amenaza. De hecho, sabía que tarde o temprano el enfado se diluiría (el mío; sobre el de ella no quise apostar nada).

Pocos meses después, volví a echarla de menos. Ella no abría la puerta. Yo no insistí en ninguna ocasión. Me iba masticando mi enfado. A veces, contestaba que no estaba para nadie. Así pues, mi dosis de dolor estaba servida de igual forma.

Tras casi un año sin verla, sin saber nada de ella, mi corazón seguía imaginándola como la última de las fotos que adornaban el pasillo. Con naturalidad, yo hablaba a las paredes, aunque sabía que ella había seguido envejeciendo a un ritmo mayor que el mío. Para mí, ella era la última de sus fotos, con su sonrisa comprensiva y eterna; con su paciencia conmigo.

Reconozco que, de una manera extraña, yo disfrutaba con mi mundo irreal, aunque siempre quería bajarlo a tierra. Era una esperanza sin sentido. Mi interior estaba convencido de que ella era distinta a como realmente se comportaba, de que ella cambiaría de opinión y de que tarde o temprano aceptaría que estábamos hechos el uno para el otro. Incomprensiblemente, el final feliz estaba retrasándose demasiado.

Amargado y aconsejado por un psicólogo, intenté borrarla de mi mente y de mis paredes. Lo segundo fue más fácil, aunque tras pintar dos manos, su silueta seguía estando presente. Subconscientemente, me negué a dar una tercera mano. Acepté que las sombras de ella me perseguirían siempre. Estarían allí conmigo.

Mi voluntad sufrió un serio esguince y, contra ella, llamé a uno de sus hijos. El teléfono se me cayó de las manos:

—Mi madre está mal. Ha perdido la cabeza y apenas recuerda nada. No nos conoce ni a nosotros. Es una demencia causada por la enfermedad de Alzheimer. Desde ayer está en una residencia.

Demencia contra demencia

Seguramente fue por eso por lo que me echó de la puerta de su casa. Aquella mirada amarga era la de alguien que mira con sorpresa a alguien a quien debería conocer, pero que no reconoce. Ya no había motivos para seguir con aquella patológica obsesión. Ella había dejado de ser ella. Y, sin embargo, fui a verla a aquel geriátrico oscuro, llevando una maceta con flores que contrastaban con el ambiente triste y decadente.

Mis flores alegraron su día. Empezó a regarlas y a mimarlas como si fueran bebés. Luego, quiso saber quién era yo y, contra todo pronóstico y contra toda mi fuerza tuve que decirle que yo era «un amigo», un simple amigo, que nos conocíamos desde la juventud. No pudo recordarme. Tanta rabia sintió que se puso a llorar. Sin saber qué hacer, me sentí culpable. Entonces le dije que tampoco éramos muy amigos, pero que siempre habíamos tenido un gran aprecio mutuo. Mentí.

Continué visitándola, y llevándole macetas con flores. Ella las regalaba a sus compañeras. Yo me jubilé y mi pelo se retiró de la primera línea de batalla. Cada vez con más frecuencia, la visitaba y nos hacíamos compañía. Unas veces, me recordaba por las macetas; otras, no me recordaba por nada y tenía que presentarme de nuevo. Su mirada volvió a ser cálida. Y su corazón era cada vez más acogedor y entrañable. Cada día, añoraba más su moño gris y sus manitas arrugadas y temblorosas.

Le conté que tenía un amigo obsesionado con una mujer. Ella se interesó y me pidió que le diera más detalles. Entonces, escribí esta historia y se la leí a ella como si la hubiera escrito mi amigo. Cuando iba por la mitad, me interrumpió para decirme:

—Su amigo es un monstruo. Acosando y espiando a esa pobre mujer…

—No —repliqué inmediatamente—. No es un monstruo. Es una persona enamorada.

No conseguimos ponernos de acuerdo. Sin embargo, al día siguiente me pidió que siguiera leyendo el relato del «degenerado enamorado», como ella mismo me definió. Continué desvelándole secretos de mi vida que no había contado a nadie. Algunas anécdotas ni siquiera las he contado en estas líneas, ni pienso hacerlo.

Ella, poco a poco fue empatizando con mi frustrado personaje y llegó a entender el profundo dolor por el que pasó. ¿Quién no puede compadecerse de un corazón maltratado?

Cuando sus hijos iban a visitarla, ella no los reconocía. Se sentía muy contrariada, nerviosa porque todos esperaban que los reconociera. Para evitarlo, convenimos en decir que ellos eran hijos míos, y entonces ella los trataba con dulzura y cariño, como si tuvieran cinco años. Les regalaba caramelos y besos infinitos entre risas y siempre —os lo prometo— con mi expectante y sana envidia.

Tras muchos días de contarle historias de mi vida y de la vida de «mi amigo», ella acabó por acostumbrarse a mí. Me reconocía casi todos los días. Y una mañana un jueves cualquiera, sin que el cosmos lo esperase, a ella se le escapó un anhelo subrayado con voz casi infantil:

—Si tú me lo pidieras —titubeó ligeramente—, tú y yo podríamos… podríamos ser novios.

Yo, que estaba con la silla apoyada sobre sus dos patas traseras, di un extraño respingo y acabé cayéndome al suelo. Un penetrante dolor se mezcló con una extraña sensación de haber llegado por fin a la meta, a mi hogar. De rodillas, principalmente porque no podía levantarme, me agarré a sus dos manitas. Nuestras cuatro manos se unieron en un tembleque uniforme. Así, con una lágrima cayendo sobre mi antebrazo le grité:

—¡Te lo he pedido 364 veces!

—No te confundas —me corrigió suavemente—, eso fue tu amigo el loco.

—Es verdad —acepté sin discutir—. ¿Quieres ser mi novia?

Así fue cómo, tras 365 veces, conseguí sentirme alguien especial. Sabía que al día siguiente no se acordaría y no me importó. Cada día que fallaba su memoria, volvería a pedírselo y volvería a sentirme como ese primer día que ella dijo «vale».

Ahora, me levanto más débil, más cansado y más lento. Me cuesta encontrar las gafas y mi bastón. Me cuesta —lo confieso— encontrar fuerzas para ir a visitarla a la residencia, pero no falto ni un día. Sé que ella me está esperando. He aprendido que lo que siento ahora es amor auténtico. Lo que sentía antes no sé bien lo que era, porque todo lo que hacía, lo hacía por mí mismo, alimentando mi ego y mi engreimiento. En cambio, ahora, todo lo hago por ella. Solo por ella.

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