Veinte días, veinte minutos

Se me ocurrió un experimento bastante simplón. El calor fuerte de la tarde de agosto había pasado y quise sentarme en mi balcón a observar. Solo mirar y tomar notas sintéticas. Lo haría durante veinte minutos. No era una meditación para calmar o adentrarse al interior. Más bien lo contrario, una observación del exterior, lo más concentrada posible.

Me propuse hacerlo veinte días, mejor no consecutivos. Repartidos, tal vez, durante unos pocos meses o un año. Tras cada sesión de observación, transcribiría parte de lo observado. No es (aunque podría serlo) un ejemplo de ciencia ciudadana, para comprobar los cambios en el tiempo. No es nada, salvo observar, anotar y —posteriormente— transcribir completando detalles.

Con suerte, mejoraré mi capacidad de observación; y conoceré mejor lo cotidiano que ocurre tras varios muros.

Día 1: Tarde del 12 de agosto de 2022

Planto un banquillo en un rincón del balcón y me siento. Pienso si debería estar inmóvil y lo descarto. Sí, en silencio y soledad. Miro la hora. La albahaca que me regaló Irene floreció y se marchitó rápido, pero sus hijos están prosperando y resistiendo al verano tal vez más caluroso del Antropoceno: más de 2.000 personas murieron de calor el mes pasado. A lo lejos, mis montañas preferidas, con el monte de San Antón y su cautivador cortado.

De repente, lo juro, empiezan a caer gotas gordas. Dos hormigas parecen correr en fila para ponerse a salvo. El suelo se viste de lunares. Entonces, escampa y veo más hormigas deambulando como si no supieran qué hacer. Yo sé que sí lo saben. Y muy bien. Son muy eficientes y yo las dejo hacer lo que quieran en mi balcón. Les pongo manjares y solo les pido que no se cuelen en casa, más por los que conmigo conviven que por mí.

Las hojas de chumbera están un poco arrugadas, pero bien verdes. Por primera vez, este año está dando tres higos. A ver cómo salen y cómo los pelo. A su lado, mis maceteros de compost, uno sobre el otro. El compost inferior se descompone antes, por la humedad del de arriba. Cosas de las bacterias.

Miro abajo y veo las copas de las tipas de mi calle. Y me gusta sentirme un pelín como un pájaro. Los árboles del pequeño parque de enfrente también están verdes, pero no sé si perderán sus hojas. Los cipreses no; y los arces creo que sí. Ya veremos.

En el edificio de enfrente, veo una tórtola —o quizás una paloma— tranquilamente posada en una antena con forma de rombo tumbado. Elige el punto más alto, como haría yo si pudiera. Miro cerca y veo cómo los kalanchoes están colonizando nuevos territorios. Me costó aprenderme el apellido. Son kalanchoe daigremontiana. Y aunque algunos dicen que no existen especies invasoras (al menos no más que el Homo sapiens), el kalanchoe de mi terraza debe ser una excepción biológica.

El ruido de un camión me recuerda —aunque suene raro de primeras— las magníficas melodías que ha compuesto del ser humano. Sin embargo, como dijo alguien, nuestra especie produce mucho más ruido que música. Y el ruido me enferma. Intento ser compasivo. A veces casi lo consigo.

Los primeros diez minutos pasaron rápido. Durante los últimos cinco, miro la hora cinco veces.

Día 2: Cae la tarde del 14 de septiembre de 2022

Me siento justo antes de la hora en la que, según Google, se pone el sol. Quiero ver un poco los cambios de colores al anochecer, como hizo Monet con sus 25 almiares.

Allá abajo se ven jóvenes haciendo ejercicio en el parque, corriendo y estirando. Más lejos, calientan para jugar al fútbol, ya los focos encendidos, aunque aún no son necesarios. Los que se quejan de los jóvenes, a veces no ven la realidad completa.

En el horizonte hay nubes estiradas de un rosa muy pálido y unas cuantas de un gris casi marengo. En pocos minutos el rosa se aviva para, demasiado rápido, pasar a difuminarse y perder su identidad. La noche se acerca, pero aún no está. En una de mis noches de estrellas verdes experimenté el anochecer silenciando a las chicharras y, unos minutos más tarde, tomaban el relevo los grillos. El silencio, como el ruido, es extraño en la naturaleza. En las zonas humanizadas, en cambio, el ruido es el ciudadano más ubicuo.

De repente, me invade un cansancio al tomar mis notas. Decido no apuntar nada. El tiempo pasa despacio. Son 20 minutos alargados. Me pregunto por qué. Y por qué es tan incómodo estar sin hacer apenas nada, observando y observándose. Y si es este un estúpido experimento.

No hay aves a esta hora, salvo las de hierro y aluminio que bombardean nuestra atmósfera de contaminación. Al rato, una bandada de gaviotas a lo lejos se estira. Van a sus rocas dormitorio. Vienen del vertedero, donde la comida basura es gratis; basura en el doble sentido.

Veo mi querida sansevieria secándose y recuerdo cuando la planté de un trozo de hoja. Quiero regarla rápido, para que no me odie durante todo el invierno por este verano.

Sigue siendo de día, pero las farolas ya están transformando vatios hora. También se van encendiendo las ventanas de las casas, porque dentro ya la luz no entra bien. Observo que hay más luces en balcones que en ventanas. Y supongo, optimista, que las familias están en el salón, conviviendo, y aún no se han retirado a sus habitaciones para solo vivir.

En 20 minutos no anochece. Otro día vendré más tarde.

Día 3: Amanece por el este del 24 de septiembre

Al sentarme en mi balcón con vistas al horizonte del este y la mitad del horizonte sur, el cielo sobre mi cabeza es de un azul grisáceo muy oscuro, color que va aclarándose conforme bajo la mirada, pasando por un celeste intenso, un amarillo en una fina franja, un naranja detrás de los objetos sobre la Tierra (montañas, edificios, antenas…) y, en la zona más profunda, se alcanza a ver un burdeos, tono que curiosamente es más oscuro que el superior a pesar de que bien podemos suponer que está más cerca del llamado astro rey.

Apenas hay unas pocas nubes y más bien concentradas en líneas en la zona naranja del cielo. Sobre el azul intenso, a media altura, un paréntesis aún acostado, como si fuera una cuna. Es la luna, a punto de ser nueva. Lo sé porque lo he mirado en un calendario lunar. Yo hubiera dicho que ya iniciaba su fase creciente.

Solo veo dos estrellas, las dos al sur. La más brillante, a media altura, demasiado alto para ser Venus, bien podría ser un satélite o Júpiter. La segunda, más alta aún, es más débil. Con el paso del tiempo, la luz va dificultando encontrarlas.

Las farolas de la ciudad están encendidas, aunque apenas hay nadie por la calle y ya se ve lo suficiente para no tropezar. Un despilfarro de dinero público. El bar del estadio de fútbol también se une al gastar por gastar toda la noche.

El silencio se rompe al activarse el riego automático del césped. Despilfarro, ahora de agua, para una especie que no debería estar aquí. Una persiana avisa de que va a abrir algún comercio, y el bar de abajo ya está preparando las mesas. A estas horas, cada coche subraya su presencia por encima de cualquier otro sonido. No hay aves, porque aún duermen.

Hace fresco, pero yo sigo en bañador en un cielo que va iluminándose sin prisa. La tímida franja amarilla, ahora ha ganado terreno y las nubes que rayan el horizonte son de un rosa bien brillante. Un avión pone su estela de vapor de agua. Su contaminación no se ve, por desgracia, o por suerte.

Oigo, desde el quinto, las uñas de un perro paseando por la calle. Imagino que sale deseando librarse del pipí de la noche. ¿No es inhumano que algunos perros no tengan permiso para orinar cuando les apetezca? Desde el parque se oyen otros ladrando, uno más bien aullando.

El primer bicho que veo es un insecto minúsculo volando delante de mi cara. Soplo para alejarlo. Un mirlo madrugador se posa en la barandilla de la piscina. Pequeñas bandadas de pajaritos negros van animándose a cruzar el cielo. Vuelan batiendo rápido las alas, para luego cerrarlas y convertirse en aerodinámicos torpedos que pierden altura hasta que vibran las alas de nuevo para ganarla. Deben ser estorninos negros (Sturnus unicolor).

Imagino que las bandadas, de entre diez y treinta ejemplares aproximadamente, son todos familiares y amigos. Aparecen y se van, a distintas distancias. Y cuando me vaya seguirán pasando y me lo perderé.

Día 4: a las 1:41 del 12 de octubre

La luna empieza a menguar en las alturas. Unas nubes juegan con ella, como en las películas del hombre-lobo de mi niñez. Tal vez por eso me interesé en aprenderme el mapa de la luna. Aún recuerdo el mar de la Tranquilidad, el mar de la Crisis, el océano de las Tormentas, el cráter de Copérnico (casi en el centro de la cara visible), o el cráter de Tycho (al sur, junto al mar de las Nubes). Ahora, para ver algo, tengo que entrecerrar los ojos y viajo más con mi imaginación que con mi vista.

En las nubes veo un caballo de ajedrez, formado por el hueco en una de ellas. Un grillo se oye nítidamente a lo lejos. Como macho debe estar solo porque se oyen sus intermitencias. Poca competencia, y poca demanda, con tanto cemento y tanto plaguicida. Tal vez se haya escapado de la montaña de la torre, cuya silueta oscura domina mi izquierda.

Me pregunto si esto interesará a alguien, aunque poco importa. El objetivo no es intentar parir algo interesante, sino observar y observarse, sin más.

El fresco es suave y se soporta bien sin nada, a pesar de que el otoño ya debiera notarse. Se ven siete u ocho ventanas aun con luz. Insomnes, estudiantes precavidos o locos escritores.

Pasa un coche cada pocos segundos, y la necesaria moto ruidosa. Decido contar cuántas motos debieran ser multadas en veinte minutos. Cuento cuatro. La segunda debería recibir cinco multas por los cinco acelerones absurdos que metió. Un bus recorre la calle. Será el nocturno. Un coche de policía le sigue con la sirena encendida, pero muda. Y el camión de la basura también reclama ser escuchado. Tal vez sea el que tiene más derecho, después del grillo. Esta es definitivamente otra ciudad que no duerme.

Día 5: a las 18:27 del 8 de noviembre

Una luz de atardecer suave ilumina la tarde. Aún hay sol en algunas fachadas. Como si fuera gratis, miles de farolas ya están consumiendo. Nadie ha calculado lo que nos cuesta encenderlas antes de tiempo.

El cielo anda oscureciendo su celeste, adornado con brochazos grises. La albahaca está mustia y necesita un riego urgente. Sus flores blancas aún adornan las cúspides. El comedero de pájaros está vacío y, ya en otoño, seguro que mis amigas agradecerán un aperitivo. El campo de fútbol brilla con luz artificial y grita de alegría. ¿Qué tendrá el fútbol que mueve a tantos niños y a más padres? Al menos ellos, los jóvenes, están viviéndolo y no siendo observadores vulgares o vulgarizados. Los coches de mi calle siempre gruñen.

Me surge un miedo absurdo a ser aburrido (no a aburrirme), aunque —me repito— el propósito de esto no es, y nunca fue, divertir. Es un extraño experimento mental y literario. El objetivo es simplemente ver qué sale, sin más pretensiones.

Y de repente, en el horizonte, sobre unos lejanos edificios, aprecio una luz mística. Deduzco que debe ser la luna, aunque esté brumosa y amarillenta. Sobre ese foco, se extiende un halo hacia arriba y dos líneas oscuras lo tachan. Lenta, pero apreciablemente, la luna va escalando por la bóveda celeste que ya no tiene ese pigmento. Toca la primera línea y la atraviesa. Llega a la segunda y también la cruza como si fuera vapor de agua. Y sigue subiendo, hasta volar por encima de esa segunda nube.

El espectáculo me pilla por sorpresa. No sabía que hoy estaba la luna llena, y menos aún, por supuesto, la hora de su nacimiento. Toda una suerte inesperada. Cuando no esperas nada, lo poco sabe a mucho.

Día 6: Una semana después, el 15 de noviembre a las 18:17

Me cito justo siete días más tarde, para ver la salida de la luna en cuarto menguante. Me siento exactamente diez minutos antes que el día anterior, por pura casualidad. El día está aún luminoso, aunque, por supuesto, las dichosas farolas ya estén encendidas. Vienen pensamientos recurrentes hacia la ineptitud e inconsciencia de nuestros gobernantes.

Escucho el pik-pik de varios pájaros, desde lugares dispares. Deben ser los mirlos, que cantan en los amaneceres y atardeceres. Tal vez son individuos jóvenes que no han perfeccionado mucho su tono. Conforme crecen, mejoran su canto personal y lo repiten durante toda su vida.

Las nubes del fondo son cúmulos y lenticulares. Justo encima, una extraña nimbostratus, gris y con forma de U difusa. Y me pregunto por qué son grises las nubes con más agua. Antes de escribir, me informo y aprendo que el color de las nubes depende del tamaño de las gotas de agua que la forman. Si son grandes, los rayos de sol rebotan y parte de la luz se refleja hacia el espacio exterior. Entonces, es una luz grisácea la que llega a nuestros ojos.

La nube gris se va lentamente hacia el este y otra va llegando, ésta más rojiza, como si tuviera calima. La atalaya del Puerto de la Torre me observa con su algarrobo compañero. Más allá, el monte de la Tortuga esperando mi prometida llegada. ¿Por qué subir? Sencillamente, porque está ahí, como dijo nosequé alpinista.

El comedero ya tiene alpiste, pero aún no lo han descubierto ni los gorriones ni las tórtolas. Acaricio sutilmente la albahaca y —maravillado— huelo mis dedos.

La luna no sale y me tiene impaciente. Hago una prórroga sin que sirva de nada. Entonces, busco la hora de la salida y resulta que es casi a las doce de la noche. Increíble, mi ignorancia. Pensaba que en una semana no cambiaría tanto la hora de salida de este blanco satélite.

Día 7: Amanece el 21 de diciembre

Los colores del amanecer me hipnotizan y casi me obligan a hacer una sesión más de observación pasiva, a pesar del fresco matutino. A estas horas, la manga larga es obligatoria, aunque las flores de albahaca desafíen la estación.

La luna es una C casi imperceptible. Nubes rayadas mutan con calma del naranja intenso al amarillo con gris. Mi mente se llena de los problemas cotidianos y de las tareas del día. Intento centrarme en ver y anotar, aunque sea poco. Las calles están sustancialmente vacías, apenas hay gente andando. En cambio, los coches ya montan los primeros atascos del día, y sus motores ocultan el piar de los pájaros. El cielo se llena de gaviotas volando en forma de letra V como si sus brazos fueran agitados por un inexistente viento. Esa calma obliga a los emplumados a aletear sin parar. También hay bandadas que no escriben ninguna letra particular. Son un garabato mutante. Los estorninos forman pequeños manchurrones que pasan a velocidad acelerada.

Todas las aves van hacia el oeste, como si huyeran del sol. Solo al este va un ave que no es un ave, que deja un rastro blanco que se va disolviendo en nada muchos kilómetros por detrás suya. Me fijo en un punto concreto de esa estela y veo cómo la falsa nube se va aclarando y desmenuzando hasta desaparecer. Su contaminación no desaparece, aunque no sea imperceptible acá abajo. Sabemos que está ahí.

El camión de limpieza de calles me molesta y miro la hora.

Día 8: Mediodía del 21 de diciembre

Mismo día, distinta hora. El sol del invierno es una delicia en el Mediterráneo. Ahora sí, manga corta.

Hay tres palomas en el parque y dos cotorras que lo sobrevuelan. El viento se ha levantado y sacude ramas y hojas. El cielo, azul y sin aves. ¿Dónde estarán las gaviotas? Seguramente almorzando al oeste, entre plásticos, maderas y cáscaras de naranja. Una gaviota aparece en soledad. Su vuelo es inestable. Tal vez el viento es racheado. No bate las alas. Solo intenta mantener el equilibrio curvo allá arriba.

Por supuesto, no veo la luna. Alguien en un quinto piso sacude una camisa por la ventana, y luego una mantita. En el parque hay más gente que esta mañana. Un joven hace dominadas en una de las barras. Más allá, un perro saca a pasear a su dueño. Una hoja marrón de plátano se pone a bailar en 3D a varios metros, desafiando la altura y moviéndose arriba y abajo, girando y revolviéndose como una flamenca. ¿De dónde vendrá esta hoja?

En la calle adyacente veo los árboles con hojas más marrones que amarillentas. Y entre ellos y una palmera, por una rendija, veo una fuente que sé que está en una rotonda. El agua cae desde varios metros de altura y, aunque no puedo oírla, siento perfectamente su sonido.

Día 9: Media tarde del 31 de enero de 2023

Días de frío. Yo diría más de lo normal, aunque parece que ya nos vamos acercando a esa normalidad aparente. En todo caso, estar en el exterior, parado y sin sol no es lo más agradable que a uno le apetece hacer.

Miro a mi alrededor intentando buscar algo novedoso, y lo veo en la pared. Doce o quince caracoles, de apenas varios milímetros de diámetro de concha, habían estado intentando escalar. Se cansaron, o se secaron, y se pusieron a dormir. Pienso que en alguna maceta habrán eclosionado. Tal vez, en la tierra en la que crecen varias malvas, seguramente hijas de la que espontáneamente me visitó el año anterior, regalándome sus ricos frutos, que me recuerdan mini calabazas en la forma; y guisantes en el sabor.

Las cosas rara vez son lo que parecen. Es lo que he aprendido hoy, gracias al fútbol. Desde mis alturas, veía en el campo jugar a los chavales. En cambio, cuando me he fijado un poco más, he podido ver que, en realidad, nadie estaba jugando al fútbol. Hacían grupos, tal vez por edades. Unos corrían, otros se echaban el balón en fila, y otros ejercicios que no tenían como objetivo marcar gol. Suele pasar en la vida cotidiana que, cuando fijamos nuestra atención en algo (o en alguien) vemos cosas que no habíamos previsto.

Ideas del trabajo o de la vida se cruzan en la cabeza consiguiendo descentrarme del ahora. ¿Acaso puede evitarse? Y cuando ya cansado y con frío quiero irme, resulta que aún faltan cinco minutos estáticos.

Por encima de mi cabeza me sobrevuela un puñado de, quizás, estorninos, mientras por debajo de mi vista, tres cotorras recorren la calle graznando, con permiso de los cuervos y urracas. Las gaviotas vuelan en varias uves hacia sus dormideros. En cambio, de vez en cuando, se ve una gaviota volando en soledad y uno no puede evitar identificarse. A veces, está bien volar sin compañía y ver a los demás, desde larga distancia.

Día 10: 24 de febrero, 7:50

Es la hora de las gaviotas. Nunca había visto tantas gaviotas volando a su desayuno basura. Pueden ser decenas de miles las que he podido observar en los veinte minutos. No volaban en V, sino en tres ríos de tráfico fluido. Uno de esos flujos se situaba más al norte de mi posición y dos más al sur; uno bastante cerca y otro en lontananza. Repentinamente, unas pocas aves del flujo más cercano han virado al norte y las gaviotas que les seguían han hecho lo mismo, supuestamente, sin saber bien por qué.

El sol parece no haber salido aún. Alumbra bien, aunque las nubes impiden ver o intuir su posición. Sobre el mar, adivino algunos claros. Hace frío. Nada extremo. Oigo la lavadora centrifugando. No muy fuerte, porque pongo el centrífugado al mínimo de potencia, para ahorrar un puñado de kilovatios hora y algo más. Pienso en lo que me toca cuando terminen estos veinte minutos.

Unos perros ladran al encontrarse en el parque. Ignoro si se saludan o se amenazan. El ruido de los motores ya está bien presente.

Nunca he contado los árboles que veo desde mi posición. Me alegra saber que superan los 70, contando los que, para observarlos, tengo que asomarme bien al balcón. Las palmeras son unas treinta.

Una gaviota requiere mi atención porque va en dirección contraría junto al río central. Parece desafiar el borreguismo de sus colegas. Cuando se aburre, gira y se va para otro río. A lo lejos, le pierdo la pista. Una paloma pasa volando ante mis ojos, como si se hubiera asustado de algo. ¡Qué pena que no podamos ni siquiera Fandar como vuelan las aves!

Un mirlo picotea en el césped y una bandada de estorninos mueve sus negros píxeles por el cielo. Las aves provocan pasiones porque están entre los animales más variados y fáciles de ver. Se llama pajarear, palabra ya aceptada por la RAE junto con pajarero y pajarera, como el que escribe.

Día 11: 2 de marzo, tras una suculenta merienda

Mal día para salir. Un resfriado me mantiene cansado y moqueando. Ahora bien, cualquier día es bueno para autoflagelarse con un reto, sin miedo a sufrir un pelín. No hace mucho fresco y, afortunadamente, apenas sopla el Eolo hibernal. Vengo preparado con una toalla en los hombros, y un pañuelo en la mano. La tos no impide observar.

Un helado de nata sin cucurucho ni goterones es la luna con topping de mares, mirando la gorra gris que cubre la ciudad. Contaminación de coches y, como no, de humos de la cementera.

La chumbera crece sin importarle que solo está en una maceta. Diría que ha duplicado su tamaño en pocos meses, a lo ancho. Una de sus hojas se estira hacia mí, como queriendo tocarme, al estilo de La creación de Adán de la Sixtina. Al otro lado, la albahaca ha fallecido y solo quedan en pie sus ramas con un puñado de hojas secas. Confío en que en la tierra descansen sus semillas esperando el momento adecuado.

Mi calle Esquilo tiene las farolas apagadas. Bien. Pero ya hay calles encendidas, cuando el sol aún ilumina con brío, a pesar de estar en caída. Por eso, el edificio más apartado del lejano este tiene varias ventanas como en llamas del reflejo. Con el tiempo van cambiando y, además, se encienden dos casitas en la montaña del horizonte.

Más cerca, los arces del parque están aletargados, mostrando sin pudor sus ramas tortuosas. Las adelfas, en cambio, mantienen sus hojas; y también un enfado monumental con el jardinero que las ha destrozado con su motosierra. No es justo que les recorten la vida y la estética. Se nota que ni el alcalde ni el jardinero pagarán cuando mueran prematuramente.

Día 12: 20 de marzo, 9:24

Día festivo por trasladarse al lunes la celebración de S. José, patrón de los ingenieros y de los artesanos, me siento y sigo con la mirada el caminar lento de alguien de negro que, al otro lado del parque, no parece tener prisa para llegar a ningún sitio. Un gorrión macho se posa en la barandilla y me distrae de esa primera observación. Él no parece haberse percatado de mi presencia. Tal vez sí y, por ello, se aleja con unos cuantos saltos. Pía sin parar. Un insecto de alguna especie de abeja me sobrevuela.

En las barras del parque, dos jóvenes pretenden hacer ejercicio, pero hablan y gesticulan más que otra cosa. Uno se anima a realizar unas flexiones agarrado a una barra baja. El otro le sigue. Me extraña que las haga con las rodillas en el suelo, siendo joven y con buena apariencia, desde mi lejanía. Se las cuento y hace solo diez. Luego, agarran unas gomas de colores y las pasan por detrás de un poste a su espalda. Abren los brazos e intentan juntarlos, repitiendo varias veces.

Uno de los espontáneos e invasores Kalanchoe daigremontiana reclama mi atención y lo arranco, para que no quite nutrientes a su vecina sanseviera. No me gusta hacerlo. En una macetita tuve que talar una Crassula arborescens muy enferma. Observo ahora que están saliendo abigarradas hojas del tallo enterrado.

Mis zapatillas siguen al sol, como mecanismo de desinfección ancestral y eficiente. Dos pelotas de pádel descansan sobre la caseta del servicio de la piscina. Seguramente se han ganado una merecida jubilación tras una rebotada vida de golpes.

Cierro los ojos para sentir mejor los rayos primaverales. Noto un sudor empezando a mojar mi frente. Estela, que hoy está teletrabajando, me dice que no sabía dónde me había metido. Me pregunta si estoy reflexionando. Le digo que sí, pero luego pienso que no, que no es reflexionando, sino algo más simplón: observando.

Continuamente pasan perros que sacan a sus dueños a pasear para entretenerlos recogiendo sus excrementos. Nadie parece alertarse por el ruido circundante, que lo damos como si fuera algo normal: coches por todos lados, motos también, aviones despegando, una radial desde no se sabe dónde, etc. Pocas aves se ven, pero algunas sí se hacen escuchar, principalmente cotorras y alguna tórtola. Dos gaviotas parecen haberse despertado tarde y van a desayunar sabiendo que algo encontrarán.

Día 13: 31 de marzo, 14:36

Lo primero que siento al sentarme es el calor. Menos mal que mi rincón de observación está ahora a la sombra. En un mes, sobra toda ropa. El cielo está blanco, con manchas azules, principalmente por el sur.

En el parque, una chica descansa en un banco. En unos minutos llegan tres chicos. Ella se levanta. Los saluda con dos besos, manteniendo cierta distancia, como si no tuviera mucha confianza. Los cuatro se pierden por una calle lateral.

Un joven llega con ropa deportiva y se cuelga en una barra. Sube y baja las rodillas en paralelo. Pronto se cansa y pasa a otra cosa. En minutos, se va por donde había llegado.

Un perro guía a su dueña al lugar exacto en el que defecar. Luego, sigue olisqueando, como si siguiera el rastro de algo. Tal vez solo lo hace para despistar a su compañera y evitar que lo encierre en casa tan pronto.

El viento mueve mi pelo. Al mover la cabeza, siento caricias en mis cervicales. Pienso en pelarme tras el corto que estamos intentando rodar sobre el relato Más allá de esto. El aire aprieta y algunas semillas de tipa salen volando. Sigo una con la mirada, girando como un microhelicóptero. Parece que va a aterrizar en la pista de pádel, pero un zarpazo del viento desvía su trayectoria hacia la alambrada. Todo apunta hacia el choque pero, como si la legumbre lo tuviera ensayado, atraviesa la alambrada con naturalidad y sigue girando libremente.

Hay una planta extraña en una de las macetas. Es de esas plantas rebeldes que no solicitan permiso para nacer donde los humanos no las esperamos. Podría ser cerraja o lechuguilla (Sonchus oleraceus), una asterácea de la que se come toda la parte aérea: hojas, flores, capullos y tallos.

El viento hace música con las hojas de las palmeras. Luego cambia de instrumento. Remueve las tipas. La naturaleza camufla el silencio, pero jamás con ruido.

Día 14: 5 de abril, 11:06

La primera observación que anoto es «pan». Estoy comiendo un trozo del día y este sencillo acto, al sol de la mañana en primavera, debe de estar entre las acciones más placenteras del cosmos. No os aburriré con todo lo que puede evocar una simple miga de pan que cae. Ya lo hice en el pasado.

El flequillo cosquillea mis ojos al viento. Ajeno a ello, un utillero del campo de fútbol deambula sobre el césped de plástico. Poco después saltan unos veinte niños al campo. Más allá de esos muros, suponiendo la relación familiar, un abuelo lleva a su nieto a los columpios.

Más acá, veo la chumbera que crece sin parar. Tiene bastantes bolitas peludas que se convertirán en hojas, tal vez frutos, en poco tiempo. Pienso hacer alguna foto para las redes. La cerraja está bastante más seca que el día anterior, y la malva creo que ya no tiene solución. Poco ha llovido y poco parece que lloverá. Este año no probaré los panecillos.

El sol está fuerte en mis ojos, y me obliga a entrecerrarlos. Una semilla de tipa pasa rápido y su aleteo me hace confundirla con una mariposa. Me fijo en los árboles. Hojas y frutos de las tipas titilan por la fresca brisa, como si lo hicieran en silencio. No es hora para su música. Ahora dominan los voceríos humanos con sus motos y motores.

El compost sigue su lento ritmo de descomposición. Me pregunto qué sería de ello si yo muriera. ¿Iría al vertedero? ¿O se usaría como abono tras completar su natural putrefacción? Ajenas a mis pensamientos, dos arañitas corretean por la pared, como jugando al escondite en volutas a izquierda y derecha.

Día 15: 29 de abril, 7:19

Mañana fresca (del día), sin frío. El aspersor pone ritmo a la sinfonía de aves. Es la hora punta de las ornitológicas relaciones sociales. Soy incapaz de distinguir todo lo que se oye. Sin duda hay una tórtola solista incansable y decenas de gorriones en el coro base. Las notas disonantes las ponen los coches y, como no, una moto subida de ilegales decibelios. Una bandada de unas diez cotorras cambian la melodía. Cero gaviotas… tal vez una en silencio y en la lejanía.

Una persiana también acompaña al sonido. Al rato, un avión despegando silencia o esconde la serenata. Aquí, ese estruendoso paseo debiera ser ilegal. Tal vez lo sea.

El cielo ya tiene asentado su fondo celeste. Hay unos nubosos brochazos oscuros de un azul-gris. Calculo que hace dos horas que las farolas son innecesarias, pero ahí están consumiendo recursos para nada. Se apagan a las 7:26. Curiosamente, la luz del bar del campo de fútbol, que suele estar encendida, hoy no lo está. Sobre las nubes, dos estelas movidas dibujan una T. ¿Cuántos paranoicos estarán pensando en los chemtrails con los que supuestamente nos envenenan… y no en la crisis climática por la aviación convencional?

A mi amiga chumbera le cuento 24 proyectos de higos. Algunos tal vez serán, en realidad, hojas. A sus pies, un bidón roto. Un día lo usé para regar y ahora lo he de troquelar en autoservicio de bebida y bañera para pajarillos.

Sobre las lomas del horizonte, una antena me saluda con su intermitente luz roja. Es como si me dijera que allí ha estado siempre, y que nunca la había visto. «Quiero que hables de mí», diría que dice.

Un gorrión se posa en la barandilla un milisegundo. Intuyo que mi presencia le asustó. Otro lo veo con el rabillo del ojo volar pitando. Sospecho que han vuelto a anidar en el tubo extractor de humos. Tienen suerte de que jamás use ese electrodoméstico. No cocino nada frito y casi nada a la plancha, por lo que ahorro energía y meter más ruido en casa.

Creo que un vencejo se cruza ante mí con un rítmico batir de alas: planear, batir, planear, batir, planear… Le sigue otro pajarillo menor, tal vez un bisbita o un estornino, que adapta ese ritmo a su estilo: batir alas, recoger alas, batir, recoger, batir, recoger… Más lejos aún, alguien de negro vuela la calle y se posa en la torreta de luz del campo de fútbol. ¡Qué mejor sitio para descansar!

En dos meses, los arces se han vuelto frondosos en verde claro, y al fondo y en el fondo, intuyo que las nubes me han impedido hoy ver nacer al sol.

Día 16: 10 de mayo, 6:48

Intuyo que poca gente se despierta temprano y sale al balcón a meramente observar. Es una hora como otra cualquiera, pienso, mientras uno esté despierto. Es, de hecho, la mejor hora para, a la vez, escuchar aves en la ciudad mientras ocurre el milagro de amanecer, que no es poco. No hay ritmo fijo en el sonido, pero sí un fondo de píos, con interminables gorjeos, gorgoritos y trinos solistas. Distingo al menos cinco o seis formas de cantar. No hay tórtolas, cuyo turno comienza más tarde. A estas horas, las aves no vuelan. Solo cantan, o duermen, si las dejan.

La ciudad no se mueve. El único rastro de vida son unas máquinas sin vida, pero que con cuatro ruedas tienen permiso legal para ahumar (y algo más) por aquí y por allí. Nadie anda con sus pies en las calles. Nadie tiene una luz en su ventana. Es hora de dormir o de encerrarse en un coche. No importa que el día claree con el horizonte de un color único que, tal vez, jamás había visto. Es un color naranja, pero que tiene más de gris. El naranja está ahí como queriendo salir. Subiendo la vista, pronto el blanco toma protagonismo para cederlo rápido a un celeste que se intensifica conforme elevo la mirada. Con el tiempo, el naranja se desvanece y la franja difusa blanca toma más espacio.

La nube del horizonte tiene forma de peine burdo. Se suman unas pocas nubes más, lineales, bastante sosas y tímidas, que no se acercan.

El viento mueve mi flequillo y me quita grados. Menos mal que me traje una toalla para cubrirme, a pesar de que hace semanas que en casa estoy en bañador. La chumbera se mece, y algunas flores ya han salido para mostrar sus pétalos amarillos, intentando atraer a algún escarabajo.

Mis pensamientos se van del presente. Pienso en el libro que estoy preparando, en la salud de mis padres o en las flexiones declinadas de ayer. La persiana de mi vecino me trae al presente. Supongo que ya quiere algo de luz gratuita.

El bar del campo de fútbol se ha vuelto a dejar la luz encendida toda la noche. Ya no se reflejan las farolas en el suelo; y sigue sin haber pájaros en el cielo. Pareciera que hoy prefieren no volar.

Las tipas están frondosas, con pocas flores ya. Recuerdo el coche de mi hijo manchado por el pegamento que cae con ellas. Las tipuanas y las jacarandas son árboles de una belleza particular, tengan o no flores. Ahora bien, es obvio que no se deben poner estos árboles allí donde puedan aparcar vehículos o sentarse personas, y no es por el gratuito adorno en amarillo y morado.

Día 17: 1 de julio, 7:18

Pareciera que mi anterior observación fue hace eones. La cotidianidad te atrapa y te dificulta hacer rarezas, por simples que sean.

Una cotorra canta al fresquito de la mañana veraniega. Un perro pasea tranquilamente a una mujer en el parque. La ciudad duerme a pesar de que estamos en las mejores horas para callejear. Un deportista lo aprovecha para mover los brazos en círculos aleatorios. La mujer y el perro desaparecen bajo el dosel arbóreo de los plantados en dos hileras. Su canopea forma ondulaciones imitando un mar embravecido; un mar verde con motitas amarillas y blancuzcas de flores y legumbres de tipa.

El deportista se pone a hacer unas veinte flexiones. Se las cuento. Un gorrión se posa en la barandilla y pía, yo diría lo más fuerte que puede. Creo que es el padre de la familia que anida en el tubo del extractor de mi cocina. Vuela hasta la puerta del balcón y luego a la cornisa. No parece que yo le asuste ante su deseo de estar cerca. Hace un picado y desaparece.

En el campo de fútbol hay sillas amontonadas y un escenario a medio montar. Estarán preparando alguna fiesta de verano. El silencio resalta una puerta que alguien cierra en un coche. Por supuesto, no falta una moto repartiendo ruido a domicilio por toda la ciudad, sin coste alguno, salvo para tu salud. Menos mal que vuelve el gorrión y me alegra el rato.

Las nubes apenas dejan ver el cielo. El gris y blanco se mezclan en brochazos y, sin saber cómo ni desde dónde, unos rayos iluminan la parte alta de una sección de nube.

Día 18: 19 de julio, 7:08

Farolas encendidas con el sol ya en pie. Algunas se apagan a las 7:13. ¿Qué astrónomo de pacotilla decide esa hora? En el lejano este, aún siguen encendidas. ¿Por dónde sale el sol?

En la chumbera que vive a mi lado —me resisto a calificarla como mía— cuento más de veinte higos. Dos de ellos anaranjean y endulzan mi apetitosa imaginación. Uno aún conserva los pétalos secos.

Es una buena hora para escuchar el orfeón ornitológico. No me pidáis el nombre de los músicos, porque no me arriesgaré. Menos aún desde que leí en Aves y Naturaleza que los pájaros imitan los cantos unos de otros, sean de su misma especie o de otras; y que tres ornitólogos, con más concentración que paciencia, detectaron que un colirrojo real en Badajoz imitó a 51 especies distintas solo en una hora. Los estorninos son otros grandes imitadores…

Bandadas de estos pajarillos apuntan sus picos hacia el noroeste, tal vez van también al basurero, como las gaviotas. Vuelan alternando el batir de alas con plegarse como si fueran balas. Cuento unos 22 grupos de entre 8 y casi 20 individuos, contando algunos rezagados, que los hay en casi todas las peñas volantes. Con una media aproximada de doce individuos, me salen más de 250 pajarillos visualizados en veinte minutos.

Una de estas comunidades parece que se asustó al pasar por encima de un edificio. Otro grupo que estaba allí descansando se unió repentinamente a ellos. Cada individuo no vuela a su aire, sino que depende de los demás. Si uno baja, todos bajan, generando hipnóticos movimientos, incluso aunque la coreografía sea de pocos bailarines.

Más cautivador es el vuelo alocado del vencejo. Alas largas y en forma de hoz cuando planea, cola ahorquillada, pero no tan marcada como en la golondrina, color negro completo (que sugiere que, entre las cinco especies españolas, mi vecino es el común, Apus apus, aunque no me la juego).

La velocidad de los vencejos —entre las mayores del reino animal— impide mirarles a los ojos. Sus cabriolas imposibles y sus curvas peralteando las alas generan envidia en cualquier observador. A veces se mueven en una pseudorecta con rápidos giros izquierda-derecha, tal vez para ir cazando lo que se van encontrando en el aire. Por algo son insectívoras profesionales. Su planeo alternado con un batir de alas ligero parece simple. Dan ganas de intentarlo.

Día 19: 31 de julio, 6:47

Termino el mes observando, como empecé, otro amanecer. Salgo de mi asombro para fotografiar el espectacular y sensual monte San Antón.

No hay silencio, pero no se oye un ruido concreto. Es un rugir constante como el de una caracola escacharrada. Es la autovía, tal vez por la operación salida. También hay, inevitablemente, coches solitarios a intervalos más o menos regulares, como si se hubieran puesto de acuerdo, para maximizar las molestias a los vecinos. En la rotonda, hay coches eternos girando infinitamente. Son siempre los mismos. O lo parece. Una bici con su preceptiva luz consigue salir de la rotonda. Podría ser una moto que va sin prisas.

Una estrella sobre mi cabeza observa la luz, siempre encendida, del bar del campo de fútbol, cuya hierba está oscura como el mar de noche. También se fija, sin duda, en un banco bajo la luz de una farola, esperando a que alguien quiera sentarse. En un balcón, parece haber otra estrella encerrada. ¿Será un farol solar que nadie se encargó de apagar?

En el horizonte del más allá, una torre eléctrica pone sus cables sobre el naranja oscuro del alba, mientras yo caigo en la cuenta de que tengo que regar mis macetas del más acá.

En el noroeste, sobre el edificio, se va abriendo un fondo blanco brillante, que muta más al sur a un naranja pálido. Solamente pía una ave. Ninguna vuela aún. Se escuchaba una chicharra, pero solo fui consciente cuando se detuvo. Me pregunto si volverá y, si lo hizo, no me enteré. Tres higos verdes de la chumbera amarillean de perfil.

A las 7:03, diviso el primer grupo de aves en V. Son una decena, bastante más al sur de mi posición. Sobre mi cabeza aletea sin parar una de ellas, solitaria. Al momento, le siguen cinco más formando una V bastante cutre.

Día 20: 9 de agosto, 16:28

Me atrevo con la temeridad de salir este día a esta hora tras el mes más caluroso de la historia, julio de 2023. Intuyo calor y sudor y, de nuevo, me sorprendo. Una brisa fresca racheada me parece impropia de una tarde de agosto bajo la emergencia climática. Las gafas de sol no me sobran, también por la pingueculitis, aunque hay una neblina que emborrona el horizonte.

Resisto la ligera y vana tentación de mirar dos mensajes del teléfono. Prefiero centrarme en el enrojecer de los higos a mi derecha.

Y de repente, un descubrimiento singular. Hay aviones comunes zigzagueando en mi trozo de cielo, con sus vientres y obispillos blancos. Su vuelo, de media más lento que el de los vencejos, permite admirarlos aún más, si cabe. Sus acrobacias son dignas de expertos voladores. Lo mismo planean como cometas enganchadas por un hilo invisible, que corren como si estuvieran en una inexistente montaña rusa infernal. De repente revolotean hacia arriba para hacer un picado en barrena con las alas semiplegadas.

Por un rato, decido no apuntar nada, ni el ruidazo de una moto, ni los gritos de los niños en la piscina. Quiero disfrutar del vuelo de estos vecinos inesperados. Me siento un imitador en la distancia de Leonardo en Florencia o Milán.

Una tristeza me invade cuando todos los aviones desaparecen de mi campo de visión. ¿Dónde se han ido? ¿Por qué me castigan? Y ahora, por primera vez, entiendo bien la desazón de Rachel Carson al pensar en una Primavera Silenciosa.

Se me pasó la hora y las veinte sesiones. Tal vez debería disculparme por las inevitables repeticiones, las cuales demuestran lo que uno tiene en la cabeza: pájaros, ruidos y luces (léase farolas).

Conclusión

Cualquier deducción podría estropear lo que es evidente.

El siguiente reto podría ser repetir lo mismo caminando, al estilo estoico.

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