¿Dónde están los viejos?

Los hermanos Shoe (léase shú) eran gemelos, de mediana edad, pero aparentaban menos edad de la que realmente tenían. Ambos eran muy apreciados por todo el que los conocía. Eran agradables al trato y hacían que todo fuera cómodo en lo que tenía que ver con ellos.

Como casi todos los gemelos, eran inseparables, pero en este caso, además, trabajaban y vivían juntos, pues la empresa les facilitaba un lugar donde dormir con los demás empleados. Eran dos hermanos extraordinariamente bien compenetrados y se respetaban mutuamente. Por supuesto, tenían sus encontronazos ocasionales y a veces se pisaban uno a otro el terreno, pero ellos sabían poner las cosas en su sitio sin dar importancia a lo que eran acontecimientos cotidianos sin trascendencia reseñable.

El jefe de los hermanos Shoe estaba muy contento con ellos, pues ellos iban pisando fuerte por la vida y parecía que el mundo se les quedaba pequeño. Su trabajo era bastante duro, pues tenían que recorrer la ciudad, siempre juntos, visitando distintos lugares, con frío, con calor o con lluvia, apenas sin parar un momento.

Entre ellos no hablaban mucho, o al menos no se les veía hablar mucho en público. En cambio, se les soltaba la lengua cuando se juntaban con sus colegas de profesión en su bar de toda la vida. Allí contaban chistes, charlaban distendidamente de temas variados, cómo del estado de la ciudad: que si cada vez está más sucia, que si ha llovido o que si hay mucho tráfico que apenas deja espacio para los peatones.

Cierto día, caminando por la calle, uno de los hermanos Shoe le pegó una patada a una lata y al otro hermano le pareció que empezaba a ir más lento:

—¡Venga! ¡Qué vas pisando huevos! ¡Date prisa! —le imploró.

—Voy, voy… —susurró de forma pensativa.

—¿Te pasa algo? ¿Te has hecho daño con la lata?

—No, no… es que…

—Ya sé lo que estás pensando: que la gente tira mucha basura al suelo y que los envases de usar y tirar, como esa lata, no deberían ni fabricarse, porque son muy contaminantes, aunque se reciclen, y que tú tienes la solución a tanta basura… Ya lo hemos hablado mil veces…

—No, no es eso —balbuceó mirando al suelo—. Es algo que llevo observando desde hace un tiempo. No lo entiendo…

—¿A qué te refieres?

—Nada, nada… ¡olvídalo! —respondió acelerando el paso.

Pero había algo que le preocupaba, y aquella misma noche, cuando se fueron a descansar, le pegó un puntapié a su hermano y le susurró:

—¡Pss! ¿Estás despierto?

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Recuerdas que antes, en la calle, yo estaba un poco pensativo y preocupado?

—Sí, claro… cuando le has dado la patada a la lata.

—Exacto. Pues verás, es que llevo varios días fijándome por la calle y he descubierto algo sorprendente.

—¿Qué me dices? —interpeló con curiosidad.

—Pues verás, en la calle y en todos los sitios a donde vamos, me he fijado en que no hay viejos. ¿Dónde están los viejos?

—Uhm… pues no se… —dijo dubitativo su hermano—. Estarán en sus casas. No me he fijado.

—Más aún… fíjate aquí, en nuestra empresa, los más viejos apenas salen a trabajar y cuando menos te lo esperas, desaparecen, los despiden y no volvemos a verlos.

—No sé… tal vez tienes razón. Creo que no debemos hablar de esto aquí, en la empresa. ¡A ver si nos van a despedir por darnos cuenta! Este tema supone pisar terreno resbaladizo y debemos andarnos con cuidado.

—Quiero exponérselo a los demás colegas cuando nos juntemos en el bar… Por cierto, que hace bastante que no pisamos ese tugurio.

—Es verdad, pero ahora intenta dormir.

Pasaron unas cuantas semanas en las que ambos hermanos iban atentos por la calle y, efectivamente, no encontraron a ningún viejo. Las calles estaban tomadas por individuos jóvenes o, como mucho, de mediana edad pero de buena apariencia, como ellos. Ambos hermanos estaban preocupados porque veían que ellos ya tenían bastante edad y que su futuro no parecía ser muy halagüeño, pero evitaban el tema para ahorrarse mutuamente preocupaciones.

Por fin, un día pudieron ver a sus amigos en su bar de toda la vida. Todos estaban contentos de volver a verse y de conocer a nuevos amigos que se habían unido al grupo, a pesar de ser estos últimos demasiado jóvenes para los veteranos. Tras las presentaciones de rigor, se sentaron alrededor de la mesa. Estuvieron un rato contando cada uno sus anécdotas particulares, los hermanos Shoe expusieron el tema y, curiosamente, casi todos lo sabían o lo intuían de alguna forma, pero dado que era un tema espinoso habían preferido intentar no preocuparse. Uno de sus amigos afirmó:

—Es un tema que yo conozco desde hace tiempo, pero no sabía si decíroslo o no, por no preocuparos. Me habéis pisado la idea al decirlo vosotros primero, pero os advierto que en ese asunto pisamos tierras movedizas. Nosotros, por ejemplo, hace tiempo que no vemos a algunos de nuestros amigos, los más mayores, y nadie ha dicho nada, porque…

—Nosotros —le interrumpió otro de ellos— vamos caminando por la vida alegremente, pero parece que nos tratan como si fuéramos aparatos con obsolescencia programada, y en cuanto nos hacemos viejos… ¡zas! nos despiden.

—No me había fijado —apuntó otro—, pero ahora que lo decís, es verdad: por la calle no se ven viejos. En mi empresa llegan los jóvenes y van escalando puestos y responsabilidades. Nos están pisando los talones… Mi jefe te despide estando aún bien de forma, al más mínimo traspiés.

—En mi empresa ocurre lo mismo —confirmó otro—, los jóvenes ascienden pisoteando a los colegas de mayor edad. Ayer, por ejemplo, llegaron dos nuevos empleados: jóvenes, lustrosos y con certificados de calidad. Ellos estaban más contentos que un niño con zapatos nuevos, pero los empleados de mayor edad se pusieron muy tristes y yo no sabía el porqué.

—¡Acercaos! —exclamó en voz baja uno de los hermanos Shoe.

Todos se acercaron hacia el centro de la mesa y, en voz baja, les advirtió:

—Esto es un tema muy delicado. No sé si os estáis dando cuenta de que no es un problema de nuestras empresas, sino de toda la sociedad. Tendríamos que hablar más bajo porque se están enterando los demás. Es un problema global y pisamos terreno desconocido que puede tener graves implicaciones. El problema no es que no nos quieren en nuestras empresas, sino que no nos quieren en la calle, en las ciudades… en la sociedad. ¿Dónde acaban sus días los ancianos?

—Tienes toda la razón —aseveró uno de sus colegas—. Por mi profesión, yo me veo obligado a viajar mucho y me recorro ciudades de toda Europa. En todas ocurre lo mismo. No se ven viejos en las calles. El otro día, en cambio, estaba pateando Madrid y, como excepción, vi un par de viejos: estaban tirados junto a una alcantarilla. Me quedé mirándolos con tristeza, mientras mi jefe apretaba el paso. Ni siquiera se atrevieron a pedirme ayuda.

—No sabemos donde llevan a los que envejecen —cuchicheó uno de ellos—, pero parece que simplemente nos apartan cuando envejecemos. ¿Creéis que están pisando nuestros derechos? ¿Cuáles son realmente nuestros derechos?

—No se trata de nuestros derechos —masculló uno de ellos mientras se balanceaba de un lado a otro—. Se trata de que no es ético deshacerse de los ancianos. Me parece que bastante nos arrastramos por el suelo a lo largo de toda nuestra vida, como para que luego nos aparten sin consideración. Estoy harto de que nos pisoteen.

—Tranquilos, chicos —musitó otro de ellos—. Opino que no hay razón para preocuparse tanto. Yo creo que cuando envejecemos sencillamente nos trasladan a empresas menos exigentes. El otro día, escuché a mi jefe decir que estaba pensando donar a otra empresa a dos de los empleados más antiguos. Os aseguro que ellos están en perfecto estado, pero mi jefe es excesivamente exigente y en cuanto pisas cierto umbral, te trasladan.

—No estés tan seguro —afirmó con rotundidad uno de los jóvenes recién llegados al grupo—. Cuando yo llegué a mi empresa, la semana pasada, vi perfectamente como mi jefe tiraba a la basura directamente a varios de sus empleados más viejos. Os lo juro. Yo pensé que habrían hecho algo muy grave, pero ahora sé que sencillamente los tiró por ser viejos, sin más consideración. Es indignante… —masculló mientras se le saltaban las lágrimas.

Los hermanos Shoe se miraron a la cara con preocupación. No entendían bien qué estaba pasando realmente, pero eran conscientes de que era un asunto trascendental y que no era algo puntual, sino algo que se estaba extendiendo por todos los países. Uno de los hermanos acarició al otro con mimo e intentó tranquilizarle:

—Nosotros no somos ya jóvenes, pero estamos en plena forma. No tenemos porqué preocuparnos aún.

—¿Acaso no has visto que en nuestra empresa ya han llegado dos jóvenes? ¿Acaso no te has dado cuenta que cada vez nos encomiendan menos tareas? Nos están arrinconando, discriminando, menospreciando, marginando…

—¡Sí! ¡Bueno! ¡Vale! ¡Es cierto! Pero tú conoces a nuestro jefe. Nuestro jefe es una persona con altos ideales éticos y ecológicos. No puede deshacerse de nosotros así como así.

La preocupación fue creciendo conforme avanzaba la conversación. De hecho, los que estaban en las mesas de al lado escucharon el tema y también empezaron a debatirlo entre ellos. Aunque no había una respuesta unánime, todos estaban conformes con que los viejos debían seguir ejerciendo sus funciones mientras estuvieran capacitados para ello, sin importar su apariencia o su desgaste físico.

Aquella misma noche, cuando los hermanos Shoe se disponían a descansar, su jefe los depositó en el armario y escucharon perfectamente como él decía:

—Estos zapatos ya están bastante viejos, pero los seguiré usando más tiempo aunque la gente piense que estoy loco. No podemos comprar y comprar. De tanto comprar estamos contaminando y degradando el planeta. El consumo responsable no es solo comprar cosas ecológicas, sino comprar poco y aprovechar todo al máximo, aunque sean cosas ya viejas.

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