El ombú

Juan Manuel tenía un problema que no le dejaba dormir. No vino a mí buscando ayuda. Simplemente, me lo comentó enfriándose las manos con su jarra de cerveza sin alcohol. En verano, le ardían las manos tras cada partido. A veces, hasta se pedía un vaso de hielo solo para sus manos. Algún cubito acababa en su boca masticándolo sonoramente.

No éramos lo que se dice amigos íntimos, pero los hombres no necesitamos contarnos intimidades para sentirnos como si lo fuésemos. Juan Manuel y yo, sencillamente, nos llevábamos bien. Nos reíamos de las mismas cosas y nos gustaba tomar algo tras cada partido, si nuestras obligaciones nos dejaban. Eso era suficiente.

Siempre perdíamos. Él decía que éramos muy malos al pádel. En cambio, yo le decía que no, que nosotros perdíamos porque éramos valientes y jugábamos con gente mejor que nosotros.

—Mira Juan Manuel —le dije aquel día, porque a él no le gusta que le llamen Juanma—, esos que nos acaban de ganar podían haber jugado con aquellos de allí, la pareja de rojo. Y, sin embargo, han preferido jugar con nosotros. ¿Por qué? Está claro. Saben que nosotros somos más asequibles.

—¿Y qué ganan con eso? Esto no es un campeonato.

—Eso digo yo. Lo importante es pasarlo bien. A mí me da igual ganar o perder. A otros les gustará ganar para atragantarse de ego. ¡Qué sé yo!

—A ver… a mí también me gusta ganar —afirmó resoplando—. Cuando pierdo me enfado, pero… bueno… tampoco hay que llorar. Tú sabes… yo me quejo, pataleo, y luego también me fijo en lo que hacen otros, para aprender de ellos.

—Lo sé. Y también escuchamos los sabios consejos de Miguel. Nos ha enseñado mucho. ¿Eh?

—Es verdad… ¡Es muy bueno!

—La semana pasada me dejaste tirado —le solté con tono de broma.

—Lo siento Pepe, tengo un lío en casa… Es tremendo…

—¿Qué pasa Juan Manuel?

Fue entonces cuando se derrumbó sobre la mesa perdiendo su habitual buen humor. El brillo de sus ojos tiritaba. La emoción no le dejaba hablar. Yo no sabía si era mejor cambiar de tema, decir algo neutro o dejar que el silencio llevara a donde tuviera que hacerlo. Opté por esto último.

Él se bebió su vaso de un trago y empezó a contarme.

—Es mi padre, ¿sabes?

Con la tranquilidad del que no tiene prisa, Juan Manuel me contó que su padre estaba empeorando, especialmente desde la muerte de su madre. Al parecer, estaban muy unidos y la muerte de su mujer fue algo que el anciano no pudo soportar.

—No ha vuelto a ser el mismo —afirmó mientras pedía otra ronda con un gesto—. Al principio, él vivía en su casa, cocinaba y hacía sus cosas. Desde hace tres semanas vive conmigo y está claro que se está abandonando. Va perdiendo memoria, equilibrio… A veces pienso que se hace el torpe, para no tener que hacer nada.

—¿Lo has llevado al médico?

—Claro, por supuesto. Nos dice que haga crucigramas y que vaya al gimnasio. Pero él no quiere. Yo pensaba que estaba quedándose sordo. En cambio, el médico dice que oye bien. Lo que le pasa es que ha perdido capacidad de comprensión. Te escucha y no te entiende. En parte, puede ser porque pasa mucho tiempo solo. Y lo que no se usa, se atrofia.

Juan Manuel me siguió contando que su padre por la noche deliraba.

—Ya tengo asimilado que todas las noches se levanta al servicio, varias veces, encendiendo luces, haciendo ruido y despertándome. Pero lo de esta noche ha sido tremendo. Le he dicho que acababa de ir al servicio cinco minutos antes y me dice que no. Luego, se vuelve y me exige que recoja las nueces. Yo le pregunto que a qué nueces se refiere y me restriega que estoy tonto, que las nueces están caídas junto a la ventana.

—¿Es posible que alguna medicación le esté afectando?

—Ni idea. Se está tomando las pastillas que nos han mandado. En la próxima cita se lo contaré al médico. No duermo bien. Por eso en la oficina parezco un zombi borracho.

—El calor también puede afectar. A mí me deja sin fuerzas y me mareo cuando me levanto.

—¿Calor? —me preguntó—. Mira. Mi padre se acuesta siempre con frío, da igual que haga cuarenta grados. Por la noche suda y me llama para que le cambie de ropa porque está chorreando. Le digo que no se abrigue tanto en agosto, y dice que tiene frío. ¿Qué le hago? Y eso todas las noches. Y la noche que se hace pipí es sesión doble.

—Tu padre tiene mucha suerte de tenerte. Se nota que tienes paciencia.

—Yo creía que tenía paciencia. Pero no. No tengo, o se me ha gastado. Porque encima, tiene mal carácter. ¿Sabes? Mira Pepe, el otro día nos cruzamos con un amigo suyo que es protésico. Lo conoce desde hace veinte años o más. Pues oye, nos ponemos a hablar y como vi que no lo había reconocido, le digo: «Papá, este es Francisco, el protésico». Él se alegró y siguió la conversación. Luego, nos despedimos y, al rato, mi padre va y me pregunta que si el que habíamos visto antes era el protésico. Yo le digo que sí, y me echa una bronca, a voces, diciéndome que por qué no se lo había dicho antes. Ahora me dan ganas de reír. En aquel momento me dieron ganas de… de…

—Obviamente, está perdiendo memoria a corto y medio plazo, por lo menos.

—Está mal y está empeorando. No sé bien qué hacer.

Reconozco que no sirvo para dar consejos. Entre otras cosas porque como no soy psicólogo ni médico. Tengo más miedo a meter la pata que a acertar. Incluso cuando veo las cosas muy claras, prefiero callarme, salvo que me pidan opinión explícitamente. Y Juan Manuel se arriesgó:

—¿Qué harías tú? —me preguntó mirando la hora en su teléfono.

Juan Manuel pidió la cuenta al camarero. Yo apoyé mi mano en su hombro y le pregunté:

—¿Sabes lo que es un ombú?

—¿Lo que comen los osos panda? —susurró con sorna.

—No hombre. Eso es el bambú. El ombú es un árbol también llamado bellasombra. Yo lo conocí cuando estuve viviendo en Corrientes, al Norte de Argentina. En España también hay. Proceden de allí. Al parecer los trajo el hijo de Cristóbal Colón. Otro dato curioso es que aunque parecen árboles inmensos, en realidad no son árboles, sino plantas herbáceas gigantes. Su tronco no crea anillos como hacen los árboles. Es una planta que crece rápidamente y es muy resistente porque su savia es tóxica para los insectos.

—Sabes que me gustan las plantas. Sin embargo, no te sigo. No sé dónde quieres ir a parar. Y tengo prisa.

Phytolacca dioica, un árbol que no es un árbol, aunque lo parezca—Solo quería contarte una pequeña anécdota de cuando estuve viviendo en Argentina. Verás, yo tenía una casa con un pequeño jardín. La compré muy barata porque era en un sitio lejos de todo. Pues bien, al otro lado del jardín tenía un trastero. Era una habitación que daba a la calle contraria. Como no la usaba, se la alquilé a mi vecino para que metiera allí su coche. Allí le llaman auto. El caso es que a pocos metros de ese garaje había un ombú de tamaño medio, plantado por el dueño anterior.

—Bien. ¿Y qué? —me preguntó Juan Manuel un poco ansioso.

—Dame un par de minutos. El ombú empezó a crecer y crecer. Superó los 4 metros. Mi vecino lavaba allí el coche y las raíces del ombú crecieron buscando esa humedad. En pocos años empezó a levantar el suelo del garaje. Este hombre me dijo que había que tomar medidas cuanto antes, y que debía podar el ombú para evitar que siguiera creciendo tanto.

—¿Podaste el árbol?

—Ya te he dicho que el ombú no es un árbol. Y sí. Lo podé bastante. Me dio pena, pero algo había que hacer.

—¿Funcionó?

—Realmente no. El ombú siguió creciendo, levantando el suelo y agrietando paredes. Entonces, alguien me aconsejó que cuando tienes un problema lo mejor es ir a la raíz y resolverlo desde ahí. Por eso decidí atacarle en las raíces.

—Una historia muy interesante —apuntó con cierto cinismo—. Ahora bien… ¿qué tiene que ver con mi padre?

—Todo está relacionado. Cuando tienes un problema, puedes aplicar las soluciones rápidas, sencillas y cómodas. Por ejemplo, cuando pierdes al pádel, ¿qué haces? Te quejas, pero también te propones estar más atento a tus fallos, aprender de otros, escuchar los consejos… ¿Sí o no?

Juan Manuel asintió en silencio y yo continué con mi razonamiento:

—Con el problema de tu padre has hecho lo mismo, has empezado por las soluciones rápidas, sencillas y cómodas: llevarlo a su médico, que tome sus medicinas, intentar que haga crucigramas, que vaya al gimnasio… Y está bien. Pero si no te funciona, tienes que ir a la raíz del problema.

—¿Y qué es ir a la raíz?

—Es buscar otras alternativas más radicales. Las soluciones iniciales no bastan. Entonces, tienes que profundizar más.

—Es posible que tengas razón. Tengo que llevarlo a mejores médicos, a un especialista. A un neurólogo bueno. Y respecto a mi nivel en pádel, también he captado tu indirecta. Si no mejoro con las cosas que hago, tengo que hacer otras cosas: ir a la raíz del problema. Y la raíz del problema es que no entreno lo suficiente. Así que intentaré no perderme más nuestros entrenamientos. También me gustaría dar clases, aunque no sé cuándo. Me tengo que ir. Me invitas. ¿Vale? Muchas gracias por eso y por tus ideas.

—Pero Juan Manuel, yo…

No me dejó terminar la historia del ombú. Por segunda vez, llamé al camarero para que me cobrara mientras la imagen de mi ombú argentino revoloteaba en mis neuronas. El camarero me pilló llorando y se disculpó por haber tardado.

—No se preocupe… —pude susurrar.

Pasaron varias semanas sin apenas saber nada de Juan Manuel. Contestaba a mis mensajes con retardo y evasivas, disculpándose por no acudir a las pools. Me dijo que había contratado a una persona para que le ayudara con su padre tres días a la semana. Aun así, él no se encontraba con energía para continuar su vida normal. No quise agobiarle y le escribí para que contara conmigo si podía servir de algo. A los tres días, me dio las gracias.

Un mes más tarde, más o menos, me escribió desesperado: «Necesito sudar un rato, o me volveré majara».

Llegó tarde y empezó jugando peor que de costumbre. Luego remontó y, aunque perdimos como siempre, al menos no fue una derrota apabullante.

—No sé si echaba más de menos el pádel o la cervecita de después —admitió ante el camarero.

Cuando estábamos ya cansados de comentar el partido y de reírnos de nuestros fallos, le pregunté por su padre. Era algo inevitable.

—Pepe, mi padre está mal, muy mal. Hice lo que me dijiste. Tras probar las alternativas fáciles, lo llevé a un neurocirujano que pensó que tendría hidrocefalia. Finalmente, le ha detectado un tumor cerebral. De ahí sus problemas con el equilibrio, sus repentinos cambios en la personalidad, sus náuseas y vómitos, su visión borrosa o sus comportamientos estrafalarios.

—Eso puede operarse, ¿verdad? —pregunté intentando dar ánimos.

—Se podría tratar con quimioterapia, con radioterapia y también a través de cirugía con microscopio fluorescente… Si él quisiera.

—¿Y no quiere? —pregunté de forma innecesaria.

—Dice que a su edad no quiere ir más al hospital. Mira… me quita la energía. Nos pasamos el día discutiendo y no me hace ni caso. Cada vez está peor, más rebelde y no acepta que le diga nada. Es peor que un adolescente. Me saca de quicio.

Empezó a dibujar un infinito con su jarra sobre la mesa. Tras varias vueltas continuó hablando:

—Siento haber estado perdido. No he podido sacar tiempo para mí. Contraté a un enfermero para que estuviera mejor cuidado; y para que yo pudiera descansar un poco. Y no puedo. Deja todo desordenado, sucio… Es una locura. Ya hemos llegado a la raíz del problema como tú decías. Y ahora no podemos avanzar.

—Juan Manuel, lo siento.

—Yo también lo siento. Tengo que luchar contra él para que entre en razón, para que siga mis normas y para que haga caso a los médicos. No hay otra alternativa.

—Siempre hay otra alternativa.

—Pues a mí no se me ocurre… ¿Se te ocurre algo mejor?

—No sé si es mejor…

—¿Qué propones?

—Te propongo terminar de contarte la historia de mi ombú. ¿Te acuerdas de mi ombú?

—¿El árbol argentino que estaba derribando tu cochera con las raíces?

—Bueno, aunque parece un árbol, el ombú no es un árbol, ya te lo dije.

—Vale, vale, usted perdone —bromeó—. Pensaba que ya habías terminado tu historia al decidir atacar a las raíces.

—Efectivamente, decidí ir a la raíz del problema. Habría que cortar las raíces haciendo una zanja y llenarla de cemento para evitar que siguieran creciendo hacia la cochera.

—¿Lo hiciste?

—No. Me salté ese paso. Opté por el tercer nivel para solucionar un problema, el que hay tras las opciones simples y tras ir a la raíz del problema.

—El tercer nivel —masculló como queriendo enfatizarlo en su memoria.

—El ombú siguió creciendo. Sus raíces eran gruesas como un muslo y levantaron más el suelo del garaje. Agrietaron las paredes con peligro de derrumbe. Las raíces buscaban el grifo que oportunamente humedecía el lado contrario de la construcción. Me dijeron que talara el ombú a ras de suelo. Y estuve a punto de hacerlo. Al informarme mejor, descubrí que aunque se tale, no muere. Sus raíces siguen creciendo y rebrota en cuanto puede.

—El ombú te estaba ganando el partido.

—Me tenía loco. Mi vecino se quejaba todos los días y yo me resistía a echarle veneno. No me gustan esos productos químicos. Tendría que haber envenenado todo el jardín. Oportunamente, un experto me dijo que el ombú resiste muy bien a los herbicidas.

—Vaya con el ombú. ¿Y cuál es el tercer nivel?

—Hablé con mi vecino y le devolví la mensualidad del alquiler del mes en curso. Le dije que se lo dejaba gratis, pero que no me hacía responsable si se caía la construcción y aplastaba su auto. Él siguió aparcando allí bastante tiempo, hasta que decidió aparcar en la calle. Unos pocos meses después, el ombú derribó la cochera.

—¿Y cuál es el tercer nivel? ¿Derribar todo?

—El tercer nivel es aceptar las cosas como son. Yo acepté que mi ombú creciera y acepté que derribara mi garaje. Me enamoré de él y le permití ser como quisiera ser.

—Entiendo. Propones que no luche contra mi padre.

—No veo razón para luchar. La misma palabra luchar es muy fea. Puedes dialogar con él, razonar con él, pero no luches contra él. Acepta su decisión, porque él es dueño de su vida. Tu misión es ayudarle en lo que tú quieras ayudar. Simplemente eso.

—Y el tercer nivel en nuestro problema con el pádel, ¿cuál es?

—También aceptar. Aceptar que somos peores que nuestros rivales y que no vamos a mejorar mucho porque no podemos entrenar varias veces a la semana. Yo ya lo he asumido. Juego al pádel para divertirme. No me agobio cuando pierdo, ni me alegro cuando gano. Disfruto cuando juego. Y me quedo con eso.

—Ya que te gusta tanto aceptar, hazme un favor. ¡Acepta que hoy te invite yo! —exclamó Juan Manuel recuperando su habitual buen humor.

♣ Cosas sobre «árboles de verdad»:

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