El peor año de mi vida acabó de forma totalmente inesperada. Empezó mal y fue empeorando. Me despidieron en enero. En febrero me enteré de que no tenía derecho a finiquito. La ley te abandona por encadenar contratos intermitentes en obras de distintas empresas, aunque todas ellas fueran del mismo grupo y para lo mismo.
Un peón de albañil firma lo que le pongan por delante, más por necesidad que por ignorancia. Viniendo de la crisis de la pandemia, con una inflación disparada y con Sofía, mi novia, en paro, la cosa no estuvo nunca para poner reparos a un contrato basura. En la construcción se funciona así, especialmente si construyes pisos de lujo en entornos naturales protegidos. Ganan mucho, pero también arriesgan mucho y se tienen que cubrir las espaldas ante posibles denuncias, paralizaciones de obra o sentencias de derribo, aunque bien se sabe que en España no hay que restaurar el suelo, lo diga quien lo diga. Hay muchos Algarrobicos por ahí. Basta con que la empresa se disuelva y renazca con otro nombre en algún paraíso fiscal. A los peones se nos contrata para construir, y se nos desecha como escombros. Para ellos, la grava de la cubierta vale más que tú.
En marzo me diagnosticaron ciática. En abril, hernia de disco. Y en mayo me cuentan que se había producido un deterioro de la función intestinal y de la vejiga, por no haber detectado a tiempo todo lo anterior.
Fue en junio cuando vimos que no podíamos pagar el piso juntos. Mi novia se fue a vivir con su madre, sin darme opción de réplica. Con mi orgullo atascado en la garganta, tuve que hacer lo mismo. En julio y agosto, es chungo buscar trabajo en las obras. Se para por vacaciones y por ferias, se reducen horas por el calor y lo que menos importa es aumentar personal. Mi madre no lo entendía y me gritaba holgazán todos los días al calor de las cuatro de la tarde. Era asfixiante.
En septiembre me dejó Sofía. Nuestra situación era insostenible, dijo. Más bien, no quiso sostenerla. De poco sirvieron mis promesas de que todo cambiaría y mis advertencias de que nos iría mejor estando juntos. Creo que ella ya tenía a la vista un nuevo trabajo y un nuevo reemplazo. En octubre aprendí que tenía que camuflar mis dolores, porque nadie quiere contratar a un peón deprimido y con ciática. Por fin, me escogieron para una sustitución de dos semanas. No me renovaron.
—Me han dicho que te pases por aquí cuando estés mejor —me transmitió la chica de la oficina.
El dolor era a veces muy intenso. Me recorría la parte inferior de la espalda hasta el cachete izquierdo. Otras veces empezaba detrás del muslo y llegaba hasta la pantorrilla. Cuando el dolor me daba un respiro, tenía que celebrar que solo sentía un entumecimiento en la pierna, un extraño hormigueo que me hacía cojear. Quizás solo estaban mis músculos débiles e indecisos.
En noviembre, con gripe y ronquera, la ciática me dejó tirado en medio de la calle. Los que pasaban creían que estaba borracho y aceleraban el paso. Me esquivaban para no pisarme. Nadie se echó la mano a su teléfono para llamar a emergencias, hasta que un indigente se acercó:
—Tú eres nuevo en el barrio o te pasa algo —afirmó con contundencia.
—Llama a una ambulancia, por favor —conseguí susurrarle.
No sé cómo, pero Basilio —el pobre— consiguió que me llevaran al hospital en pocos minutos. Me pusieron una inyección de esteroides, el mejor invento del mundo, por delante de la lavadora. Aquello me hizo sentir con dos años menos. El problema es que, según me dijo el buen doctor, la cantidad de inyecciones que pueden ponerme es limitada. Hay efectos secundarios graves si te pinchan con demasiada frecuencia.
Busqué, barrio a barrio, a Basilio. Me contó que había perdido su trabajo con cincuenta años. La calle le atrapó. Le invité a comer, a una buena copa y al cine. Se quedó contento con mi promesa de repetir la tarde cuanto encontrara trabajo, aunque ya le dije que la cosa pintaba fea.
Ese mismo mes, me dijeron que tenía colon irritable, de origen emocional o por la ciática del lado izquierdo. Por las dos cosas, pensé.
Así me arrastré hasta diciembre. Mi médico me echó una bronca porque decía que bebía demasiado y que no hacía suficiente ejercicio, que con mi edad tenía que andar sin parar. Como norma, no sigo las recomendaciones médicas, pero si quería encontrar trabajo y recuperar a Sofía, la salud era importante. Ya que era barato, me puse a andar. Cada día más kilómetros, recorriendo los distintos barrios de la ciudad, buscando obras y entregando mis datos para que me llamaran.
—¿Este es tu curriculum? ¿Un papel con un teléfono? —me preguntó un jefe de obras.
—¿Qué más quieres? ¿Es que no se entiende? —contesté.
Andar y buscar curro era mi única dedicación. Todo por la salud y por Sofía. Bueno, y también por no escuchar a mi madre. Desayunaba y comía andando, bocadillos y café en mi termo. Pateé adoquín por adoquín. Y un día llegué a una zona de chalets en la parte alta de la ciudad. Yo diría que nunca había estado por allí, pero había algo que me hacía sentir lo contrario. Seguí andando hasta que encontré un chalet de estilo moderno, mármol blanco y verde, con bonitos balcones de cristal. Allí había estado yo. ¿Cómo había entrado yo en un chalet de lujo?
Fue un par de años antes. Poco a poco fui recordando todo, con mis manos enganchadas en la verja. Los dueños eran alemanes y usaban la casa para las vacaciones. Estuvimos cambiando una bañera por un jacuzzi. Lo recuerdo bien. Estando allí, sonó la alarma y nos asustamos. El dueño la apagó delante de mí con la clave 1235. La recuerdo porque pensé que él había puesto la clave 1234 y que el tío de la alarma le había dicho que esa no era una buena clave. Entonces, para que no se le olvidara, imaginé que el alemán cambió solo el último dígito. Supongo que a nadie se le ocurre poner directamente la clave 1235.
El chalet estaba con las persianas bajadas y sin signos de vida inteligente. El jardín estaba hecho un desastre, con plantas muertas y camas de hojarasca. Seguí andando calle arriba y al llegar a la esquina me subí la capucha y el jersey. Volví al chalet de mármol blanco y verde. Simplemente quería probar si la alarma seguía teniendo aquella clave. Creo que, más bien, quería poner a prueba mi memoria y, si sonaba, también mi forma física. Era como si quisiera cerciorarme de que lo que recordaba era real y no un sueño. Salté la verja sin complicaciones. La puerta estaba cerrada. Por detrás, también estaba todo bien cerrado. Las ventanas tenían rejas. Gracias a ellas escalé a un balcón del primer piso. La puerta corredera tenía una mínima rendija de ventilación. Me colé y corrí escaleras abajo para desactivar la alarma: 1235 y todo continuó en silencio.
Tranquilamente, activé la alarma de nuevo y abrí la puerta principal para irme. Alguien pasaba por la calle. Cerré de un portazo. Temblando, desconecté la alarma otra vez. Nadie me estaba esperando. Un chalet así merecía que le echara un vistazo rápido. Recorrí las habitaciones de la parte baja. Tenían hasta un billar. Hubiera jugado una partida si no hubiera estado tan nervioso. Flipé cuando vi la piscina cubierta con techo retráctil de cristal. Aquella casa estaba fuera de mis sueños.
El frigorífico tenía cinco botellines de cerveza alemana y cuatro botes más de salsas raras. Me entró curiosidad por probar una. Una cerveza. Rebusqué un abridor con sentimiento de culpa. No estaba mala.
Continué mi visita corriendo escaleras arriba. En el dormitorio principal, encendí la tele y me eché en la cama. Estaban dando un documental sobre un pájaro un poco caradura, el cuco común o Cuculus canorus. ¡Menudo pájaro! Con ese nombre, ser un sinvergüenza te pega mucho. Por lo visto, el cuco sabe esconderse muy bien para que no lo descubran. Y cuando ve un nido con huevos de otra especie, la hembra tira al suelo uno de ellos y pone el suyo en su lugar. De esta forma, se ahorra tener que hacer un nido y, sobre todo, tener que alimentar a sus hijos. Esta operación la repite en varios nidos, escogiendo normalmente especies más pequeñas, como los petirrojos o los bisbitas.
Según decía el documental, el huevo de cuco eclosiona antes que los otros huevos del nido. El polluelo, encima de meterse en una casa ajena, tira del nido los otros huevos, o a los pollos si ya han nacido. El polluelo invasor crece rápidamente. A veces ocurre que su tamaño es mayor que el de sus padres adoptivos, los cuales tienen que estar contentísimos del hijo tan enorme que han tenido.
Al parecer, robar la casa ajena no es raro en la naturaleza. Aproximadamente, el 1% de las aves, ponen sus huevos en nidos de otras especies y tienen la caradura de dejar que los hospedadores críen a sus polluelos. Digo yo que, si no sabes reconocer ni tus huevos ni a tus polluelos, no te quejes.
En el cabecero de la cama estaba colgado un antifaz para dormir de un color rosa extravagante. Me lo probé y caí como hipnotizado. Me desperté, ya de noche, por una explosión hollywoodiense. Apagué la tele, devolví el antifaz rosa a su sitio exacto y me fui de la casa llevándome el botellín vacío para no levantar sospechas de nada. Al tirarlo al contenedor verde, caí en la cuenta de que había dejado mis huellas por toda la casa y de que la alarma estaba sin conectar. Al entrar, se darían cuenta y podrían deducir que alguien había entrado. Por eso, volví a escalar por el balcón. Limpié un poco lo que había estado tocando, puse la alarma y salí por la puerta, otra vez a hurtadillas.
Los siguientes días me pasé varias veces por mi chalet, para ver si alguien había detectado mi presencia o si había algo raro. Todo seguía igual. Persianas bajadas y unos rosales bastante mustios. Allí nadie parecía estar regando. Me cubrí de nuevo y salté la verja solo para regar. Todo menos el césped, porque le tengo manía. Es una planta que no debería permitirse en climas secos. Es mejor dejar que muera. A veces, se camufla la ignorancia con césped de plástico. Un horror.
Me di cuenta de que las cámaras exteriores estaban desconectadas, sin cables. Me destapé la cara y trabajaba con más comodidad. Encontré un armario con herramientas para el jardín. Ya puestos, me puse a podar un poco las plantas y a acondicionarlo todo a mi entender. Hice un montón de hojas secas en una esquina, y me puse a saltar como un niño. Un vecino me vio a través de la verja y me dijo algo, creo que en alemán.
—No hablo alemán —grité mientras me acercaba.
—Es usted jardinero de la familia Weber. ¿No es así? —dijo con un descarado tono extranjero.
—Claro, claro… por supuesto —contesté con total seguridad.
—Si tiene tiempo, me vendría bien que arreglara mi terreno. Es un terreno grande. Y pago bien. Aquí le dejo mi tarjeta. Soy Mr. Müller.
—Encantado míster Mula. ¿Cuándo quiere que empiece? —pregunté entusiasmado.
Antes de contratarme, me explicó que no se llamaba Mula, sino Müller, que significa molinero, en alemán. Tras varios absurdos intentos de pronunciar correctamente su apellido, le pregunté si le importaba que le llamara míster Molinero. Le hizo gracia y accedió, tal vez, para cambiar de tema y concretar cuándo empezaría a trabajar.
En aquel terreno había tarea para no aburrirse durante una semana. Algunos días, subcontraté a Basilio para que me echara una mano. Y le invitaba a comer. Le venía bien un dinerito extra para poder pasar una Navidad sin congelarse.
Con el dinero que gané compre un regalo para Sofía. Se lo llevé a casa de su madre. Un jersey de una tienda outlet no era gran cosa para ella.
—¿Cómo está? —pregunté.
—¿El regalo o yo? —dijo ella.
—Las dos —respondí intentando que no se notara que había preguntado solo por el jersey.
Me comentó que ella estaba bien, con una lágrima en el ojo izquierdo. Si estás bien, no lloras. Su madre se acercaba por el pasillo y para que no me viera, Sofía cerró la puerta escapándose un susurro de gracias por la rendija.
Cuando se enteró mi madre de que gastaba dinero en regalos para Sofía, me gritó que mejor sería guardarlo porque vendrían tiempos malos. Mi padre asintió al fondo del pasillo. Nadie lo sabía mejor que yo mismo. El trabajo de jardinero me había permitido vivir una semana de colores vivos. Al terminarlo, todo volvía a ser de tristes grises, aunque el ayuntamiento hubiera puesto más luces navideñas que nunca. Lo siento, pero odio las luces navideñas.
La situación en mi casa explotó precisamente el día de Navidad. No soportaba más insultos. Ni holgazán, ni caradura. Prefería vivir en la calle. Con Basilio. Con el frío. Y sin wifi. Me fui con una mochila al barrio de Basilio para buscarlo y pedirle ayuda. Él había sobrevivido en la jungla de la calle. Yo no sabía nada. Si me iba a una pensión me gastaría lo poco que tenía ahorrado. Por eso, por el día caminaba y caminaba buscando trabajo, o seguía cuidando el jardín del chalet de mármol blanco y verde de los Weber.
Creé una esquina para compostar hojas y restos de poda. Con las maderas más grandes y con un palé medio podrido, construí un hotel para bichos en el fondo del jardín. Robé pensamientos de las calles para plantarlos rodeando cada árbol. Aunque el césped amarilleaba, las demás plantas estaban reclamando un premio. Por supuesto, no volví a entrar en la vivienda. Lo mío era el jardín.
Por las noches, me metía en un portal, en la calle en la que el sueño me pillara. Estrenaba colchones de cartón y almohadas de plástico con olores a detergente, a suavizante o a aceite de girasol. Cuando encontré a Basilio no me reconoció. Le conté que me había tenido que ir de la casa de mis padres y que había estado buscándole por las calles. Él, cabizbajo, me confesó que iba mucho al río a llorar, y apretándose las lágrimas me aconsejó:
—Vivir en la calle no es difícil si controlas el hambre y la humillación. Lo peor es la tristeza que se te agarra con la mugre. A mí se me ha olvidado cómo es reír. Antes… yo… yo me reía de todo… de todo.
Basilio me enseñó algunas técnicas de supervivencia en la ciudad a cambio de escuchar mis penas. Le confesé que no volvería a ver a Sofía, hasta que no hubiera puesto en orden mi vida. Empezando por dejar de beber cerveza, mi único vicio confesable.
Estando con él, recibí una llamada, precisamente de Sofía. No sabía si cogerlo. No quería hablar con ella sin tener nada que ofrecerle. Tampoco quería que mi silencio fuera la respuesta. Basilio me animó a cogerlo, sin miedo, añadió.
—Hola —susurré.
—¿Cómo te va?
—Bien, bien… muy bien. Tengo varios trabajos… que puede que me llamen, y me he tenido que ir de casa de mis padres. Ya sabes cómo es mi madre. No la soportaba más.
—Ya. ¿Dónde paras ahora?
—Estoy… en casa de mi amigo Basilio.
—¿Basilio?
—Un nuevo amigo. Tiene una casa muy grande —dije mirando las calles a mi alrededor—, con jardín, columpios, aparcamiento para muchos coches, contenedores de reciclaje…
—¿Contenedores de reciclaje? ¿Estás viviendo en la calle?
—Sí —confesé dubitativo—. Hasta que me salga un trabajo no quiero gastar lo poco que tengo ahorrado.
—Esta noche es fin de año. No tienes a dónde ir, supongo.
—Esto… el caso es que sí —dije para evitar que ella me invitara a su casa por pena.
—¿Sí? ¿Vas a alguna fiesta?
—Sí, claro. Una fiesta privada de nochevieja.
—¡Qué bien! —exclamó ella creyendo que era cierto.
—Bueno, verás… No irá mucha gente, es algo muy particular, sin lujos, ya sabes.
—Ya, bueno… al menos tienes algo. Yo aquí, con mi madre. Aburridas… Oye, ¿yo podría ir a tu fiesta?
—No es una fiesta, en serio. Es más bien una… una reunión de fin de año.
—Vale. ¿Podría ir a vuestra reunión de fin de año? —insistió—. Es que, sin trabajo y sin dinero, no tengo planes.
—Pues… no sé. Supongo. Supongo que sí —dije sin pensar.
—¡Genial! ¡Gracias! —me gritó con voces de alegría—. ¿Y dónde es?
—Es en… bueno, en… —no sabía qué decir, ni por qué me había inventado aquella absurda reunión de fin de año, y por eso estaba dudando enormes segundos hasta que se me ocurrió algo aún más irracional—. Es en un chalet de mármol blanco y verde. Te recojo en tu casa esta tarde a las ocho.
—¡Gracias! Es genial. Ya sé lo que voy a ponerme.
Al colgar estaba confuso. No sabía si seguir adelante con mi disparatada idea, o llamar a Sofía y confesar mi mentira. Se iba a enfadar conmigo. Tal vez no querría volver a verme. Al fin y al cabo el chalet estaba vacío, diría que abandonado. Y yo había currado varios días en el jardín. Era justo que pudiera usarlo una noche. Solo una nochevieja. Tal vez no era justo, pero ya no podía echarme atrás. Pensé que, si teníamos cuidado de no manchar mucho, por la mañana lo podríamos limpiar y salir sin más, como hice el día que me colé. Estaba pensando todo esto cuando Basilio vino por detrás a decirme algo:
—Sinceramente, creo que no deberías…
—Perdona Basilio, tengo mucha prisa. Nos vemos otro día.
Me fui corriendo a comprar cosas para la fiesta. Bueno, aquello sería una reunión de dos personas para fin de año. Pan, hummus, turrón, vino del que le gustaba a Sofía, hamburguesas vegetales de las que ella adoraba, cosas para ensalada… y por supuesto uvas. Muchas uvas. Me encantan las uvas.
Con la debida precaución salté la valla, escalé al balcón, me colé dentro, desactivé la alarma con el 1235 y salí por la puerta para meter la compra en el frigorífico. Me duché, me puse ropa limpia que tenía en mi mochila y, al salir, dejé la puerta entornada al máximo, sin llegar a cerrarla. A las ocho en punto estaba en casa de Sofía. Ella bajó rápido y me dio un beso en la mejilla. Yo no sabía cómo explicarle el plan. Caminamos cerca de una hora.
—¿Falta mucho? —preguntó Sofía.
—No… bueno… un poco. Sofía, tengo que decirte algo. Un contratiempo.
—¿Un contratiempo?
—Sí. No sé cómo ha podido pasar. Resulta que, la fiesta… bueno, la reunión de nochevieja, va a ser en el chalet de Weber, un alemán.
—¡Qué bien! —dijo ilusionada.
—Pero me ha llamado y dice que le ha surgido un imprevisto y que nadie puede ir.
—¡Vaya! O sea, que se suspende la fiesta… o sea, la reunión.
—No, no, no… Me ha dicho que ha dejado la puerta abierta y que solo tenemos que saltar la valla. Eso sí, solo vamos a estar nosotros dos. ¿Te importa?
—Bueno, no sé. Me da cosa meterme en casa del alemán sin que esté él. Estás seguro de que…
—Sí, sí… solo me ha pedido que no ensuciemos y que lo dejemos todo tan limpio como está.
—Eso no es problema.
Al llegar al chalet. Ella se dio cuenta de que yo estaba mirando a todas partes antes de saltar la valla.
—No tienes que preocuparte —me dijo—. Tenemos el permiso del dueño.
—Ya, pero es mejor que no nos vean. A ver si van a llamar a la policía, y todo se complica.
Ella me dio la razón y con cuidado saltamos los dos. Como buen anfitrión fui mostrándole las habitaciones, el billar y también la piscina. Empezamos a cocinar la cena, cuando escuché unas voces fuera, en la calle. Me asomé por la ventana y sabéis quién era. ¿Verdad? Efectivamente, Basilio. Había escuchado mi conversación y se había imaginado que estaríamos allí.
—¿Quién es ese?
—¡Joder! —se me escapó—. Es Basilio… esto… un amigo.
—Basilio, el de la casa grande. Pensé que no existía realmente.
—Sí, existe y está ahí fuera. No puedo dejar que pase el fin de año en la calle. Te importa si…
Con una mirada de extraña resignación aceptó. A Basilio le costó saltar la valla y tuve que echarle una mano. El bueno de Basilio había traído una bolsa con víveres interesantes. Además, nos dijo que él cocinaba muy bien. Se pegó una ducha, que le hacía falta, y se puso ropa que rebuscó en algún armario.
—¿Cómo se te ocurre ponerte ropa que no es tuya? —le dije intentando que Sofía no me escuchara.
—Es de mi talla —aclaró sin alterarse y se puso a cocinar como si fuera nuestro mayordomo.
Sofía y yo jugamos al billar. Al rato, ella fue al servicio y se le ocurrió llamar a María, una de sus amigas íntimas. A mí no me pareció buena idea, pero Sofía decía que, ya que no íbamos a estar solos, ella no quería ser la única chica, y que María estaba sin plan para nochevieja. Resultó que esta María llamó a otra amiga para que la llevara al chalet en su moto, y al final se quedaron las dos. Una puso música. Yo bajaba el volumen en cuanto podía y con una bayeta iba limpiando los cercos de los vasos. Estaba muy preocupado de que aquella reunión se convirtiera finalmente en fiesta, y de fiesta pasara a desmadre. Lo que pasara en el chalet sería todo culpa mía.
No os lo creeréis, pero una de las amigas de Sofía llamó a otra. Así que las reuní a todas y les dije que pararan de avisar a más gente, que no teníamos permiso para invitar a nadie más. Por fortuna, todas parecieron comprenderlo. No obstante, ocurrió algo inesperado. Me llamó mi madre. Esa que nunca me llama. Obviamente, había ocurrido algo grave, así que cogí el teléfono:
—¿Qué ha pasado mamá? ¿Dónde estáis? —pregunté con nerviosismo.
—Estamos en casa. No ha pasado nada.
—¡Ah! Bueno, me había asustado. ¿Qué quieres?
—Es nochevieja. Termina el año y no quería que termináramos enfadados. Quiero que vuelvas. Quiero que nos tomemos las uvas juntos, como cada año. ¿Podrás perdonarme?
Aquello era histórico. Mi madre pidiendo perdón por haberme forzado a irme de casa, a la calle. Tenía que aprovechar para humillarla y decirle que no contara conmigo nunca más. Alguien puso el Still loving you de Scorpions, y claro, mi corazón se vino abajo.
—Mamá… gracias por tu llamada, pero no puedo ir. Tengo planes. Estoy en casa de un amigo.
—Anda, no seas malo y vente a casa —me dijo como si tuviera doce años.
—Mamá, no voy a ir. Si queréis verme, venid vosotros —afirmé con la seguridad de que ellos no iban a salir de casa la noche de fin de año, empezando a llover.
—Vale. Dinos dónde es y vamos. Llevaremos aperitivos para todos. Os vais a relamer.
Cuando llegaron mis padres, les tuve que explicar que la puerta de la verja estaba rota y que había que saltar. No os voy a contar los detalles de cómo saltó mi madre. Solo os contaré que su falda se rajó de arriba a abajo y ella iba enseñando su muslo como si fuera una vedette. Mi padre, más mayor y más torpe, no podía saltar, ni subiéndose encima de mis lumbares. Los inevitables gritos proclamaron mi ciática al mundo. Mi madre, cotilla hasta la médula, descubrió, por suerte, que la puerta de la valla se podía abrir simplemente con el botón del telefonillo del portero automático. Lo siento, a mí no se me había ocurrido. ¿A vosotros sí?
A Sofía no había podido decirle que mis padres iban a venir. Estaba alegre hablando y bebiendo con sus amigas, y no supe cómo se lo tomaría. Cuando los vio allí, solo pude decirle que no había podido evitar que vinieran. Ella, enfadada, sacó su teléfono y me gritó:
—Pues mi madre no va a estar ella sola allí aburrida. Ahora mismo le digo que coja un taxi y se venga.
—Tu madre se aburre en cualquier sitio. Es una amargada
—No digas eso de mi madre que…
—Eso me lo has dicho tú mil veces.
Intenté decir que ya éramos muchos mientras la música subía de volumen y tapó sus oídos con las semicorcheas alocadas de una guitarra eléctrica. Aquello no estaba saliendo como yo lo había imaginado. De una cena modesta y romántica para dos, estaba pasando a una fiesta de nochevieja multiedad con un descontrol tradicional al alza. De una cena íntima y personal, ya rozaba la línea de una juerga en la que hasta había gente que ni conocía.
—¿Tú quien eres? ¿Quién te ha invitado?
—Soy amigo de Estela, chao.
—Pe… pero… ¿Quién es Esteeeela? —intenté preguntar mientras veía su espalda alejarse y alguien me daba palmaditas en la espalda.
—Oye, jefe. ¿Es esta la fiesta en la que regalan disfraces? —me pregunta un chaval adolescente con una coleta.
—¡No! —grité—. ¡Esto no es una fiesta! ¡Y tampoco es de disfraces!
—Vale, jefe, tranquilo… ¡Venga peña! —exclamó dirigiéndose a un par de colegas que iban con él—. ¡Nos tomamos algo gratis y nos abrimos!
Se escabulleron entre la gente. No tenía fuerzas para perseguirlos y rogar que se fueran. La bayeta seguía estresándome en las manos. No podía parar de limpiar y barrer. La madre de Sofía estaba comiéndose una brocheta de verduras con Basilio. Ambos estaban riendo. Riendo. La amargada parecía haber olvidado sus amarguras. Y Basilio había recordado cómo es reír. Me quedé mirándolos y una extraña calma me sobrevino. Si tenía que ir a la cárcel por aquella fiesta, habría merecido la pena por haber hecho reír a esa extraña pareja.
En ese momento, Sofía se acercó. Me quitó la escoba y la bayeta y me susurró:
—¡Para ya! Vamos a disfrutar de esto y, mañana, recogeremos y limpiaremos esto a fondo. ¿Te parece?
—Yo iba a sugerir irnos para siempre de aquí.
—Tu amigo, el alemán, no se enfadará si todo lo dejamos bien.
—No es mi amigo. En realidad no lo conozco de nada…
Sin terminar mi frase, apareció el adolescente de la coleta, preguntándole a Sofía por los disfraces de la fiesta. Gritando, le repetí que no era una fiesta de disfraces. Y se puso a saltar con sus colegas al ritmo de la música.
Mientras en la «fiesta» se montaba una conga, yo tenía que aceptar que la propuesta de Sofía era mejor que la mía. De hecho, era lo único razonable, viendo como estaba la situación. Unos jóvenes entraban por la puerta y al ver mi cara de asombro, levantaron las bolsas que traían diciendo:
—Tranqui, que traemos bebidas potentes.
Bebidas potentes. Obviamente, aquello no podía acabar muy bien y decidí tomarme una copa de esas potentes y escuchar a Sofía sobre cómo se había despedido de su antiguo trabajo, tras el acoso de su jefe. Me indigné con todo lo que me contó y más todavía porque eso había pasado dos semanas antes, sin yo haberme enterado. Aquello me cabreó tanto que hice un gesto brusco y el vaso se me escurrió de las manos. Los cristales del suelo me pincharon por dentro. Sentí que yo era uno más de los que no estaban cuidando de que el chalet acabara bien.
Repentinamente, se plantó ante mí el adolescente de la coleta con el antifaz rosa extravagante puesto. Había hecho dos grandes agujeros para los ojos. Al ver mi cara de pasmado, en vez de huir, se acercó y me dijo:
—¡Eh! Jefe, al final encontré un disfraz…
No había uvas para todo el mundo, así que algunos decidieron tomarse doce chupitos. Con la última campanada mis ojos solo veían a Sofía con su manera estrafalaria y encantadora de bailar. Su sensualidad se detuvo con una mirada incisiva, despertándome de mi sueño nirvánico.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
Y ella, con nerviosismo en su voz, me señaló a un joven enchaquetado. Se trataba de su antiguo jefe, el acosador. Entre la masa bailante, lo seguí con la mirada paseando de una habitación a otra. Sofía venía detrás agarrada a mi camisa. Aquel tipejo pasó por la mesa de billar. Recogió una bola del suelo y la puso sobre el tapete. Siguió paseando y se sirvió algo en un vaso con hielo que tomó prestado al azar. Llegó a la zona de la piscina, la cual estaba rodeada de gente hablando y bebiendo. Algunas jóvenes bailaban en el borde desafiando su equilibrio. El acosador llegó hasta ellas y se quedó mirándolas con evidente deseo. Cuando por fin pude acercarme a él, alguien me empujó sin querer y me pegué demasiado a su cara, invadiendo su espacio vital.
—¿A ti qué te pasa? —me soltó con un tono desafiante.
—¿Conoces a Sofía? —le pregunté mirando hacia ella.
—¡Sofía! ¡Cariño! ¿Quieres que te devuelva tu puesto?
—No —sentencié firmemente—. Mi novia no quiere tu sucio empleo.
Entonces le pegué un puñetazo, bastante flojucho, por cierto. Él dio un paso atrás y cayó en la piscina. Por supuesto, alguien gritó:
—¡Bravo! ¡Fiesta! ¡Todos al agua!
Y empezaron a saltar al agua uno tras otro. Sofía y yo nos escapamos por una zona de vestuarios, donde ella me dio el mejor beso de mi vida. Aquel besazo disolvió la extraña sensación de suave dolor de mi mano
—Perdona, pero es que no siento tu cariño —susurró con sus manos en mis hombros.
Me dejó sin palabras. Bebí todo lo que quedaba en mi vaso y se lo acerqué a su oreja.
—Escucha —le dije.
Ella cerró los ojos y quedó en silencio escuchando el mar.
—Son las olas, dentro de tu vaso, como si fuera una caracola. ¿Qué hacen ahí encerradas?
—Ya ves —contesté—, las olas están dentro de los vasos y solo unos pocos privilegiados lo sabemos. Para escuchar el mar solo hay que acercar el oído a un vaso. Lo que quiero decirte es que… para sentir algo hay que provocarlo. No puedes esperar a que el vaso se ponga en tu oreja. ¿Me entiendes?
—Perfectamente. A partir de ahora te voy a provocar constantemente, mientras no me detengas…
Tras varias horas allí escondidos, no queríamos salir. Me daba mucho miedo ver qué es lo que había pasado por ahí fuera. Estaba amaneciendo, y la fiesta estaba ya en sus últimas. Algunos habían encendido la calefacción para secar su ropa y calentarse. La lluvia había mantenido el jardín sin gente, limpio y regado.
Basilio seguía riendo con la madre de Sofía. En otra esquina, María hablaba gesticulando muy visiblemente con un joven al que no había visto en mi vida. Cuando me vio, me señaló y el joven se dio la vuelta, me apuntó con su teléfono, vino hacia mí y me dijo con acento extranjero:
—Me han dicho que tú eres el organizador de la fiesta.
—No. No… No es una fiesta —negué con rotundidad—. ¿Quién te ha contado eso? ¿Quién es usted?
—María me lo ha contado todo. Soy Friedrich Weber. El dueño del chalet. Ya he llamado a la policía.
Mi primer instinto fue huir. El señor Weber me detuvo:
—Si corres solo empeorarás tu situación. La policía está al llegar y tengo tu foto.
Me derrumbé y me puse a llorar gimiendo que todo había salido mal y que no éramos okupas. Lloré que estaba en paro y que solo quería pasar una noche agradable para recuperar a mi novia. Me quejé de mi mala suerte, de mi ciática, y de aquel puñetero año. Derrumbé mi cuerpo en el suelo, a sus pies. Clamé clemencia reconociendo que yo era el culpable de todo. Sofía no dejaba de decir que lo íbamos a limpiar todo y que pagaríamos los desperfectos.
Al fondo de la habitación, un par de policías entraron acompañados de míster Molinero. Iban mirando todo y haciendo fotos. La casa se iba quedando vacía como si todos tuvieran miedo de la policía. Al apagarse la música, mis lamentos se hicieron más evidentes.
—No tengo casa, vivo en la calle con Basilio, mi novia Sofía no querrá verme, mi vida es un asco, todo nos ha salido mal este año… y ella se despidió de su trabajo porque el asqueroso de su jefe…
El señor Weber me levantó de los hombros y me cortó con una pregunta:
—¿Quién ha arreglado el jardín?
—¿No es este tu jardinero? —preguntó míster Molinero señalándome.
—He sido yo, señor —dije limpiándome las lágrimas—. No quería molestar. Estaba en paro, aburrido, con tiempo libre… Y el jardín estaba sucio, lleno de hojas, con plantas secas…
—He visto el hotel de bichos. ¿Lo has hecho tú?
—Sí, sí… ¿Le gusta?
—Es bonito —dijo con seriedad, como si estuviera dando una orden.
La policía sugirió al señor Weber que sería mejor llegar a un acuerdo y no denunciarme. La justicia es lenta y al final yo me podría declarar insolvente, por lo que no pagaría ni una multa. Míster Molinero le habló de lo bien que Basilio y yo habíamos dejado su finca. Entonces, Weber nos hizo una oferta.
—Estoy bastante ovejeado. ¿Se dice así en español? ¿O era cabreado? Bueno, quiero decir que soy PAS y me ha dado pena tu historia… si es verdad.
—Sí, lo juro. Lo puedo demostrar todo —le interrumpí.
—Os puedo contratar a Sofía y a ti para que cuidéis de la casa y del jardín. Os recortaré el sueldo hasta que paguéis el daño ocasionado.
La emoción me zarandeó a darle un abrazo y un beso más ardiente que el de Sofía (pero en la mejilla). El año nuevo empezaba bien.
Por cierto, Basilio fue contratado por míster Molinero y se fue a vivir con la madre de Sofía.