Caminando entre luces navideñas multicolores y anuncios de colonia, sentí las calles anegadas de alegría forzada. Más por indignación repentina que por afán de crear polémica, me vino a la boca una corrosiva y ancestral crítica:
—Es intolerable que en nuestra ciudad haya tanta pobreza, mientras los ricos y los gobernantes despilfarran en cosas superfluas —afirmé con contundencia mirando a mi amigo.
Mi declaración, llena también de tristeza, contrastaba con la supuesta alegría de los villancicos que nos rodeaban. El gasto del ayuntamiento en decoración navideña se había duplicado aquel año. Las múltiples críticas las habían querido apagar resaltando que eran luces LED, de bajo consumo. Desviar la atención les había funcionado, pues nadie se había dedicado a hacer las cuentas para ver si esos miles de bombillas LED consumían más o menos que los cientos de bombillas tradicionales del año anterior. Y eso sin contar el gasto en comprar esos adornos que, si bien son de bajo consumo, no son de bajo precio.
Mi amigo se quedó pensativo, pero yo sabía que estaba rumiando alguna respuesta ocurrente. Bernardo no es de los que se callan, incluso aunque sepan que no tienen razón. Éramos amigos desde hacía ya tiempo y él sabía perfectamente a qué me refería yo con aquella afirmación pero, sin embargo, él quiso darme la razón parcialmente, apuntando a donde no era mi objetivo. Así, con la calma que le caracteriza, me replicó:
—Caminar entre pobres da sensación de inseguridad. Es cierto.
—Bernardo —repliqué—, sabes que no me refiero a eso. Entre los pobres hay ladrones como los hay entre los ricos, pero podría asegurar que el pobre que más roba, roba menos que el rico que menos roba.
—No exageres.
—No exagero. Casi todas las mayores fortunas se han hecho a base de actividades de explotación del hombre o de la naturaleza, cuando no directamente con acciones ilegales. En general, los descendientes de familias millonarias deberían donar, al menos buena parte de su patrimonio pues, una considerable fracción no les pertenece en conciencia.
—Yo tengo una posición desahogada —reconoció Bernardo—, pero tampoco soy millonario. Tengo una casa grande que heredé de mi padre. ¿Debería venderla y regalar la mitad a alguien?
—No pretendo decir lo que tú ni nadie concreto debéis hacer. Hablo en general. Solo digo que estaría bien que cada uno averiguara de dónde viene su riqueza. Y también, que los mayores ladrones no están entre los pobres. Tenemos dinero para luces navideñas, pero la gente pasa hambre y frío en sus casas. ¿Entiendes a lo que me refiero?
—Si vendo mi casa no tendré sitio para poner luces. Ya veo por donde vas —dijo sarcásticamente.
—Tienes una casa grande. No digo que la vendas, pero sí que podrías compartir una parte con alguien que lo necesite, aunque sea un tiempo.
—Imposible. Seguro que me robaría. Entre los pobres no hay gente honrada.
—Más difícil es encontrar auténtica honradez entre los ricos. Lo que ocurre es que los ricos no te robarán a ti, directamente de tu bolsillo, sino que roban a todos y así ganan más.
—Si me demuestras que hay un pobre honrado, le permitiré vivir en mi casa el tiempo que quiera.
—Acepto el reto —contesté ante la cara de Bernardo que no pensaba que él hubiera lanzado reto alguno.
El reto
No quise que pasara mucho tiempo para que Bernardo no olvidara su palabra. Así pues, lo cité aquella misma noche en un lugar donde se juntaban bastantes pobres, muchos de ellos inmigrantes.
Cuando llegamos, Bernardo tenía cara de estar asustado. Yo tampoco había estado por allí nunca, lo reconozco, pero no tenía miedo. Más bien tenía precaución y también estaba nervioso por mi plan, lo reconozco.
—¿Por qué me has traído aquí? —me susurró Bernardo—. ¡Vámonos rápido!
—¿Quieres retractarte? Si lo que dijiste no iba en serio, nos vamos.
—¡Claro que iba en serio! —exclamó Bernardo, como si le molestara que dudara de su palabra.
—¿Estás seguro? —quise confirmar yo.
—¡Claro que sí! En mi casa hay sitio de sobra para una persona honesta, si la encuentras. Me vendría bien compañía, pero no vas a encontrar mucha honestidad por aquí.
—¡La honestidad está en todos los sitios! —exclamé casi asustando a Bernardo—. Y yo tengo un plan. Si me das permiso, lo pondré en práctica —contesté con voz intrigante.
—Adelante, por favor, me tienes en vilo y quiero salir de aquí cuanto antes.
Andando entre aquella gente un mendigo se acercó para pedirnos «una ayuda». Yo le dije que nos siguiera y Bernardo abrió los ojos como si pensara que me había vuelto loco. Aquel individuo seguro que también estaba extrañado, pero lo disimuló mejor que Bernardo y comenzó a seguirnos tal vez más por intriga que por la esperanza de conseguir una ayuda. Yo me dirigí al lugar más concurrido de aquella plaza y por un momento perdí a Bernardo de vista. En cuanto al indigente que nos seguía, no volví a verlo, camuflado entre la multitud.
Continuamos andando entre la gente unos metros, hasta que encontré un poyete en el que poder subirme. Cuando estaba en alto, saqué una bolsa de tela que previamente había preparado. Era del tamaño de una sandía pequeña, pero se notaba que pesaba bastante. Bernardo me miró con desconcierto, pero no dijo nada. Por mi parte, procedí a desarrollar mi plan, esperando que aquello saliera bien aunque, sinceramente, no podía estar seguro.
La gente me miraba con extrañeza. Entonces, me puse nervioso y pensé que había llevado demasiado lejos una estúpida idea. Tal vez lo mejor sería volver a casa y olvidar todo aquel asunto. Me bajé del poyete y cuando iba a decirle a Bernardo que nos íbamos, que no me atrevía a llevar a cabo mi plan, me sentí un cobarde. Entonces, consideré que, ya que habíamos llegado allí, lo mejor sería continuar y, en el peor caso, todo se quedaría en una anécdota con la que Bernardo podría reírse de mí toda la vida. De hecho, yo también podría reírme, pues me gusta reírme de mí mismo. Aquella sería una buena ocasión.
Bernardo me miraba sin entender nada. Volví a subirme al poyete y gritando, conseguí llamar la atención de unas veinte o treinta personas que se arremolinaron alrededor de nosotros:
—¡Solo quiero decirles una cosa! —seguí hablando bien fuerte para que todos me oyeran entre el murmullo—. Yo no puedo invitar a comer a todos los que estáis aquí. Bien sé que estáis necesitados. En cambio, en esta bolsa tengo dinero suficiente para invitar a comer a dos de vosotros.
Al decir eso, el murmullo creció y se acercaron algunos más que se habían mantenido más lejos. Yo levanté la bolsa todo lo alto que pude, la agité para que se oyeran las monedas y empujé a Bernardo para que se pusiera detrás de mí. Entonces, seguí hablando con todo el volumen que daba mi voz:
—Con el dinero de esta bolsa invitaré a una buena comida a dos de vosotros y para elegirlos necesito vuestra colaboración…
En ese momento hice una pausa y observé que el murmullo había desaparecido. Todos estaban expectantes a mis palabras cuando, sin que nadie de los presentes lo esperara, mi bolsa de dinero se rompió y todas las monedas cayeron al suelo rebotando y rodando por doquier.
El ruido de las monedas fue seguido por una fuerte algarabía. Todos se lanzaron a coger las monedas con entusiasmo. Por un momento temí que alguien resultara herido, pero no pasó nada grave. Me bajé del poyete y me alejé con Bernardo unos metros. Él me preguntó algo, pero entre el ruido no lo entendí y tampoco le pregunté.
La algarabía continuó unos minutos. Muchos estaban entretenidos cogiendo monedas. Otros ya se habían ido huyendo con una parte del botín y algunos, los más, se estaban riendo desde lejos.
Unos pocos minutos más tarde, el ambiente se fue calmando. Algunos aún me señalaban y se reían. Un adolescente de raza negra seguía buscando monedas en los lugares más recónditos, mientras casi todos ya se habían dispersado entre los allí presentes.
Bernardo me miró con cara de incertidumbre y me lanzó una extraña sonrisa. Yo solo le dije:
—Tranquilo.
Él se encogía de hombros mientras yo estaba ya pensando en confesar que mi plan había fracasado, pero entonces, ocurrió. El adolescente que rebuscaba monedas se acercó a mí y extendiendo su mano me dijo con acento claramente extranjero:
—Toma. Esto es tuyo.
—Gracias —contesté yo sin coger lo que me estaba dando—. Dime una cosa. ¿Dónde duermes tú?
—No tengo casa, duermo donde puedo.
—¿Te gustaría irte a vivir a casa de mi amigo Bernardo? Él tiene una casa grande y tú has demostrado que eres bueno y honesto.
El chaval, que seguía con la mano extendida con cinco o seis monedas, se encogió de hombros.
El viaje de Cheikh
Descubrimos que se llamaba Cheikh y que era de Senegal. Nos fuimos a comer con él y lo primero que nos enseñó es lo que es comer con ganas. Era obvio que tenía hambre. Sin apenas mancharse, devoró la comida mientras nosotros le hacíamos preguntas que apenas contestaba con la boca llena. Cuando llegamos al postre, Cheikh estaba tan saciado que no pudo seguir comiendo. Entonces, mientras nosotros saboreábamos el postre con una infusión, él nos contó cómo llegó a España.
Con 17 años su padre pagó unos 500 euros para que él pudiera viajar desde Senegal a España en una patera. Su madre, que sabía el grave riesgo que eso implicaba, se negó. Al final, la opinión del padre se impuso. No fue solo porque allí no había trabajo, es que, había mucha violencia y, según su padre, no había futuro. Además, con lágrimas en los ojos Cheikh reconoció que cada día pasaban más hambre allí.
Durante la travesía en patera, el oleaje abrió una brecha en el casco. El agua empezó a entrar y amenazaba con hundir la embarcación en medio del mar. Cheikh no sabía nadar y, al parecer, la mayoría de los que iban en la patera tampoco.
Todos empezaron a achicar agua como podían: con las manos, con vasos, mojando ropa y estrujándola por la borda. La suerte quiso que un barco que pasaba por allí quisiera rescatarlos y los llevara a un puerto español. Al llegar, no comprobaron si era o no menor, y fue enviado directamente a un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE). Allí estuvo hasta que llegaron nuevos inmigrantes y algunos los tuvieron que liberar por falta de espacio.
—¿Tú sabes cuántas personas mueren intentando llegar a España? —pregunté por instinto, lleno de indignación.
—No lo sé —contestó como si estuviera avergonzado por no saber la respuesta.
—Nadie lo sabe —aclaré—, pero solo en el Mediterráneo, cada año pueden morir ahogados más de 1.500 migrantes intentando cruzar el mar. El Mediterráneo es un inmenso cementerio. Y sospecho que el Atlántico no se queda atrás.
Bernardo estaba en silencio, conmovido por la historia de Cheikh. Por mi parte, lleno de curiosidad le iba haciendo preguntas para descubrir más sobre él. Cheikh ni siquiera sabía su situación legal en aquel momento. No entendía que una persona pudiera ser ilegal sin haber hecho nada malo.
En pocos meses, nos hicimos muy amigos de Cheikh hasta el punto que él decía que tenía tres padres: uno en Senegal y dos en España. Conseguimos que Cheikh pudiera estudiar y que consiguiera papeles para estar legalmente en el país. En pocos años pudo empezar a estudiar la carrera de Medicina. Él no quiso que le pagáramos los estudios e insistió en trabajar. Con paciencia logramos convencerlo para que solo trabajara los fines de semana, con el objetivo de que se centrara en sus estudios. En nuestras tertulias, Cheikh nos contaba todo lo que iba aprendiendo semana a semana. Por aquella época Bernardo y yo decíamos que nos estábamos sacamos media carrera de Medicina.
En solo ocho años Cheikh terminó la carrera. Con su esfuerzo y tesón compensaba sus carencias en algunos conocimientos básicos. Luego hizo el MIR en la especialidad de Medicina Familiar. Y el mismo día que terminó, nos anunció que quería volver a su país para ayudar a los suyos. Bernardo y yo nos sentimos tristes y alegres a la vez. Tristes por su partida, pero alegres porque Cheikh demostraba tener un gran corazón y querer ayudar a los que más lo necesitaban. Se sentía muy agradecido con nosotros, sobre todo con Bernardo, y quería devolver ese agradecimiento.
Cheikh nos enseñó muchas cosas de su país, de la vida y hasta de Medicina, pero la lección más importante fue que, aunque no es fácil ayudar a todo el mundo, cuando ayudas a alguien, de alguna forma, ayudas a la humanidad completa.
Día a día, esperamos ansiosos alguna noticia de Cheikh. Cuando llega, ambos lo celebramos gritando una frase que dije el día que lo conocimos:
—¡La honestidad está en todos los sitios!
♥ Nota: La historia de Cheikh está inspirada en hechos reales de distintas personas. Si te ha gustado el relato, puedes suscribirte a este blog, para no perderte nada.
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La honestidad está en todos los sitios!
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