¿Qué importa si sufren o no los animales?

Las lecciones más importantes de la vida ocurren cuando menos te lo esperas y donde menos te imaginas. En aquella ocasión fue en el parque que hay en mi barrio.

Tener un parque cerca de donde vives es una gran ventaja. Yo llevaría mal vivir en esos barrios sin parques y casi sin árboles. Invariablemente son barrios de pobres, porque los pobres son los que no se quejan, los que apenas piden y, a veces, ni siquiera votan. Todos los barrios deberían tener un parque y muchos árboles en sus calles principales. Más aún, todas las ciudades deberían tener un bosque urbano. Si estas zonas verdes se mantienen de forma ecológica resultan muy rentables por todos sus beneficios. La naturaleza transmite calidad de vida y salud a los ciudadanos incluso aunque, como es mi caso, no vayamos nunca expresamente a pasear por allí.

Nunca voy al parque, pero sé que está allí y disfruto de sus plantas cuando respiro. También cuando el azar me lleva a tropezar con él. Entonces, inevitablemente tengo que pararme para fotografiar alguna planta o algún animal, normalmente insectos, que son los seres menos tímidos del reino animal, menos miedosos o, tal vez, más insensatos. También me gusta ver cómo los niños corren y juegan. Si voy sin prisas, me siento y el tiempo pasa apaciblemente. Si llevo un libro, leo. Si vengo de la compra, como algo de fruta. Al salir del parque, uno siempre tiene más ganas de vivir. Más inspiración. Más paz interior.

De vuelta a casa recorro una calle muy singular, en la que los árboles no son todos de la misma especie. No entiendo la costumbre de plantar los árboles por calles: en esta calle naranjos, en esta calle jacarandas y en aquella todo ficus. ¿No es mejor imitar a los bosques y variar un poco las especies? Me gusta esta calle porque hay árboles muy variados: braquiquitos, paulonias, palmeras, grevilleas con sus originales hojas, un ciprés y un aligustre. Eso que recuerde ahora mismo. Por desgracia, salvo el olivo o acebuche, es raro encontrar árboles autóctonos en las ciudades. Sería bonito ver una ciudad de clima mediterráneo con muchas encinas, alcornoques, madroños, coníferas y, ¿por qué no? almendros y palmitos. Obviamente, se deben tener en cuenta otros aspectos, como las temperaturas o la altitud.

Disculpad el rollo botánico

Todo esto que os cuento, viene a cuento porque hace una semana estaba dando un paseo con Estela cuando el azar nos llevó al parque del que antes os he hablado. Estela es una mujer excepcional, sensible, inteligente, pero lo que pasó ese día me dejaría marcado de por vida. Tenía que contarlo.

Íbamos paseando, hablando de las lluvias que ya habían venido tímidamente, de la crisis económica y ambiental, y de la subida del precio de la vivienda, mucho más abrupta que los salarios. Al llegar al parque, nos metimos en su interior por caminos tapizados de hojas otoñales. Sentí como si estuviera posado sobre los árboles. Casi estaba en éxtasis, hasta que un operario del ayuntamiento apareció haciendo ruido con un soplador de hojas, un ingenio maléfico con más inconvenientes que ventajas. Todo ese ruido y humo —y también gasto— es solo para quitar las hojas de un camino en el que hacen más bien que mal.

Estela y yo aceleramos el paso para huir del ruido y del polvo que levantaba el monstruo. Hasta que no nos alejamos lo suficiente no volvimos a nuestro caminar tranquilo y a nuestra animada charla.

Cuando Estela quiere remarcar algo de lo que está diciendo se detiene, como si fuera imposible andar y hablar a la vez. Alguna vez tengo que tirar de su brazo para que podamos seguir caminando. No le gusta que tire de su brazo, pero a mí me desconcierta tener que parar nuestra marcha, incluso aunque no tengamos prisa.

Al doblar el camino tras una casuarina, Estela se detuvo. Yo no me percaté y seguí hablando unos metros más. Cuando fui consciente, miré atrás extrañado, pues ella detiene su marcha cuando es ella la que habla y quiere resaltar algo, pero en ese momento era yo el que estaba hablando. Su mirada reflejaba tristeza y nerviosismo. Retrocedí unos pasos.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigado.

Pero ella no respondió. Y no hizo falta porque su mirada se dirigía al suelo, el cual tenía la respuesta. Estaba lleno de caracoles pasando de un lado a otro del camino. Bastantes de ellos estaban aplastados por las pisadas de los peatones. Tal vez también por mí, pues acababa de pasar despistado con mi discurso. A pesar de que le cuesta agacharse debido a sendas operaciones en sus rodillas años atrás, Estela se inclinó como pudo y comenzó a recoger caracoles y a ponerlos cerca del tronco de un árbol, donde nadie los pudiera pisar.

Reconozco que estaba un poco desconcertado. No sabía bien qué hacer. Finalmente, me uní a ella. Los dos estábamos ayudando a cruzar el camino a, por lo menos, un centenar de caracoles de distintos tamaños. Algunos sacaban sus cuernos al cogerlos y parecía que nos daban las gracias. Otros, tal vez se preguntarían por qué no los dejábamos tranquilos.

De repente, unos niños vinieron corriendo y votando una pelota. No sabíamos si detenerlos o no ante la posibilidad de que murieran más caracoles. Nuestras dudas no fueron buenas y los niños pasaron rápido sin percatarse del tema. La pelota casi aplasta a un pequeño de estos moluscos gasterópodos, que se salvó de milagro. En cambio, un caracol bien grande no consiguió esquivar un pisotón y su concha salió gravemente dañada aunque su cuerpo aparentemente estaba bien. Yo decidí auxiliar al herido y ponerlo a salvo lo antes posible con sus colegas junto al árbol. Tal vez ellos tuvieran su caracol médico que pudiera socorrerle. Quizás, dentro de su casa, el señor caracol dispusiera de un botiquín de primeros auxilios.

La broma no le hizo gracia a Estela que siguió en su tarea de poner caracoles a salvo. A mí ya me dolían las lumbares de tan incómoda postura y me estiré un poco. No muy lejos vimos que el operario de la máquina sopladora de hojas se acercaba. Si llegaba allí, arrasaría también con los caracoles. Sin piedad. Dado que quedaban pocos, decidimos darnos prisa y ponerlos a todos a salvo para poder continuar nuestro camino antes de que llegara el vendaval del infierno.

Cuando terminamos, tomé a Estela del brazo y tiré de ella para que no pudiera ver que otros caracoles estaban empezando a cruzar el sendero. Ella se dio cuenta, pero ante la inminente llegada del huracán motorizado, nos alejamos lentamente mirando hacia atrás. Dos caracoles estaban escalando el árbol donde los habíamos dejado, como si fuera una carrera hacia las alturas. Me pareció que no era una buena idea, pero no quise entrometerme más en sus vidas.

Cuando ya nos estábamos alejando del lugar, Estela pronunció sus primeras palabras desde que se detuvo a salvar caracoles:

—¡Pobres caracoles! Las personas no tienen cuidado y los pisan.

—Es cierto —contesté yo—, pero hay muchos caracoles.

—¿Y qué? ¿Por eso ya podemos pisarlos? —preguntó elevando el tono ligeramente.

—No quería decir eso —me excusé sin saber bien qué decir—. Al fin y al cabo yo creo que los caracoles no sufren mucho. No creo que tengan un sistema nervioso muy desarrollado.

—¡Sí que sufren! Y… ¿qué importa si sufren o no? Son caracoles. Están ahí y no hay necesidad de hacerles daño.

Mi mente racional y analítica intentó primero evaluar si la masacre de caracoles era dañina desde el punto de vista ecológico. Luego intentó analizar la cantidad de sufrimiento hipotético de los caracoles, buscando un argumento para decidir si era necesario hacer o no, desde el punto de vista ético, lo que habíamos hecho. Finalmente, Estela me dio una valiosa lección. A veces perdemos tiempo en pensamientos, informes, análisis o evaluaciones mientras la naturaleza muere. ¿Qué más motivos necesitamos para salvar un caracol que la vida del caracol en sí misma?

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5 comentarios sobre “¿Qué importa si sufren o no los animales?

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