¿Son salvajes los indígenas? (relato animalista)

Los indígenas son tan salvajes... como casi todos los seres humanos.Todo lo que aprendes y todo lo que experimentas cambia tu vida, pero hay experiencias que cambian pilares esenciales de tu cosmovisión. Como etnólogo tuve una experiencia apasionante que puso mi mundo al revés.

Cuando digo que soy etnólogo, la gente me mira con cara rara. Algunos me dicen que soy de esos que les gusta beber vino. Pero no. Les aclaro que los expertos en vinos son enólogos y no etnólogos. Si mi aclaración es aceptada de buen grado, procedo a aclarar que la etnología es la ciencia social que estudia y compara los diferentes pueblos y culturas del mundo en todas las épocas. Es, de hecho, una parte de la antropología, la ciencia que estudia al ser humano de forma integral, estudiando sus características físicas como animales y su cultura, que es el único rasgo no biológico.

Si tras soltar esas definiciones noto aún en mis interlocutores interés por aprender más, entonces paso a preguntar:

—¿Sabes lo que es la cultura?

Todos contestan rápidamente que sí, por supuesto, hasta que les pido que definan ese término. Podría asegurar que casi todo el mundo sabe lo que es la cultura pero casi nadie sabe definirla. Esas cosas me resultan curiosas y por eso me hice etnólogo. Para no dejarte con la duda, te diré que la palabra cultura puede expresar varios significados, pero el más típico es el que se refiere al conjunto de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo social, incluyendo todo lo que usen para comunicarse y vivir. Por tanto, los bailes, la comida, la música, las fiestas o los ritos sagrados son parte de la cultura, aunque nos resulten desagradables o directamente indeseables. Por ejemplo, la ablación y el maltrato animal de la tauromaquia son cultura a pesar de que tienen una imposible justificación ética.

Mi debilidad son las tribus indígenas aisladas, las etnias que preservan las culturas tradicionales sin haberse dejado influir por el hombre moderno. Son tribus que no usan ningún objeto «moderno»: ni cuchillos, ni encendedores, ni ropa regalada (con publicidad)… Esas etnias me fascinan porque muestran el auténtico ser humano en contacto estrecho con la naturaleza. Respetan a la naturaleza y saben fluir con ella. Aún hay varios centenares de tribus indígenas y se conservan aisladas porque son ellas las que no quieren contacto con los demás. La mayoría viven en zonas boscosas de la Amazonia, de India o de Indonesia. Casi todas ellas viven como en la edad de piedra, haciendo utensilios con huesos, madera y piedra, sin conocer ni siquiera la metalurgia.

Se ha demostrado que esas tribus indígenas protegen muy bien sus bosques, por lo que podríamos casi concluir que la fabricación de los metales es lo que ha generado estilos de vida insostenibles. Pensemos por un momento que para fundir los metales hace falta quemar mucho combustible, por no hablar de otras consecuencias de tener herramientas de metal.

Por desgracia, las tribus indígenas están amenazadas por el egoísmo de grandes comerciantes: empresas petroleras, multinacionales mineras, consorcios madereros, compañías constructoras… y también narcotraficantes y políticos con poco interés en el bien común. Muchos gobiernos no quieren ni siquiera reconocer que esas tribus existen para así poder seguir explotando sus recursos naturales. Por eso, demostrar que esas tribus existen es complicado, contrario a algunas leyes, incluso.

Dada mi vocación también de naturalista, me gusta perderme por los montes uno o varios días, solo o acompañado, y dejarme sorprender por la naturaleza.

En uno de mis viajes a Brasil, mis otros dos compañeros sufrieron una gastroenteritis y tuvieron que volver a la civilización. Yo, en cambio, decidí adentrarme más en la selva, caminando en soledad hacia la frontera de Perú o Bolivia. No sé bien cómo, pero perdí mi mapa y mi navaja. Podríamos decir que estaba más o menos perdido, aunque sabía que tarde o temprano encontraría gente, una vía de comunicación, un río… o algún lugar para orientarme.

Vagando por la selva me topé con madereros que llegaron incluso a dispararme pensando, seguramente, que yo era un indígena que venía a atacarlos para que se fueran. Me conmovió ver cómo talaban árboles con un diámetro mayor que la longitud de un coche grande, pero salí huyendo antes de aclararles que yo no era un indígena. Yo no estaba buscando tribus indígenas sino aves exóticas y sin embargo, dos días más tarde ellos me encontraron a mí.

De repente fui sorprendido por tres muchachos jóvenes, de piel muy morena, desnudos, aunque con su cuerpo cubierto con pinturas y algunos abalorios. Me amenazaron con sus lanzas y yo me tiré al suelo en señal de sumisión. Ellos me levantaron y me obligaron a ir con ellos. Yo no tenía miedo, sino excitación. Suponía que no querrían matarme mientras no se sintieran amenazados por mí. Por otra parte, siempre he tenido claro que algún día moriría y no me importaba que ese día fuera hoy u otro día. Cualquier día es bueno para vivir y bueno para morir. Nadie me ha garantizado una vida larga ni una buena muerte.

Tras una caminata de varias horas, sin parar y andando a buen ritmo, llegamos a su campamento, un lugar con varias chozas de paja haciendo una especie de círculo. A mí me llevaron a una jaula de madera que tenían construida. Parecía que me estaban esperando. Me encerraron y pusieron a dos jóvenes en las inmediaciones a vigilar. Pronto pude darme cuenta que a bastantes metros detrás de mi jaula había otra más grande donde se apiñaban más prisioneros. Ellos no eran occidentales, pero tampoco parecían de su misma etnia, pues su color de piel era más claro, y todos eran calvos, con la cabeza llena de cicatrices o quemaduras. Algo extraño, sin duda.

Intenté hablar con uno de mis captores, pero al principio no me hizo ni caso. Poco a poco fui consiguiendo llamar su atención y pude decirle, por señas, que tenía hambre. Era un joven despierto e inteligente y me entendió rápido. Me trajo un trozo de mandioca y me lo tiró al suelo.

Así me tuvieron encerrado varios meses. En ese tiempo prácticamente no pasé hambre ni sed y me fui ganando la confianza de mi joven carcelero. Poco a poco fui aprendiendo su idioma. Él empezó hablando conmigo a cambio de unos caramelos que tenía, pero cuando se me acabaron siguió haciéndolo, porque le parecía divertido entablar relación conmigo, como si yo fuera un animal extraño. Incluso me acariciaba la cabeza dulcemente.

Por fortuna, nunca me quitaron mi mochila, por lo que yo me distraía dibujando en mi cuaderno y anotando cuantas observaciones podía hacer de aquella extraña tribu. Yo disfrutaba mi cautiverio aprendiendo mucho sobre ellos. Su comida principal era la mandioca que cultivaban de forma un poco desordenada. También cuidan plantas de plátanos y papayas. Usan mucho las semillas rosas del árbol de annato, achiote o achiotl. Estas semillas se hallan en cápsulas espinosas y machacándolas producen un pigmento que se conoce en otras tribus como annato. Muchos pueblos indígenas les dan numerosos usos: para teñirse el pelo de rojo, para pintarse el cuerpo, para cocinar, como protector solar, repelente de insectos… Este descubrimiento de los pueblos indígenas se usa como colorante por la industria para cosas como pintalabios o para dar el tinte amarillento al queso cheddar.

En mi celda, también pasaba el tiempo haciendo ejercicios: flexiones, abdominales, estiramientos… Y de vez en cuando, un poco de yoga, a mi estilo, sin muchos conocimientos sobre su técnica auténtica. Mi joven carcelero me miraba y se quedaba un poco extrañado de algunos de mis ejercicios. Pero sobretodo, mientras yo dibujaba algo, a él le gustaba observar cómo el dibujo iba avanzando, y a mi me gustaba ver los gestos de su cara.

Poco a poco fui ganando confianza con mi carcelero: él me fue enseñando cosas y hasta consiguió que sus amigos y familiares pasaran tiempo junto a mi jaula, con los cuales yo intentaba también hablar para ganarme su confianza. Pensaba que si hacíamos amistad me dejarían salir. En cambio, el grupo de encarcelados calvos nunca hablaban, ni siquiera entre ellos. Desde mi distancia solo percibía ruidos y gestos extraños, pero nada más. Yo no entendía bien tan extraño comportamiento tanto de unos como de otros. ¿Por qué nos mantenían encerrados?

Hablando con mi carcelero me dijo que su nombre era Jalmanwoco y que a su aldea o a su tribu ellos la llaman Woco y por eso todos sus nombres terminan en woco. Me dijo que los prisioneros calvos eran de la tribu Zacca, una tribu que eran los encargados de darles alimento para las fiestas de la luna. Al principio no entendí bien qué quería decir con aquello, pero poco a poco me fui dando cuenta que durante 3 días alrededor de la luna llena y durante otros 3 días alrededor de la luna nueva, la tribu andaba más excitada, bailando, cantando y también vistiéndose y pintándose de forma especial. Ellos celebraban sus fiestas dos veces al mes y pude percatarme que solo en esos días comían carne de los zaccas. Por suerte, a mí no me ofrecieron la posibilidad de ser caníbal.

Los zaccas eran empleados como ganado. Ellos se reproducían en las jaulas y los wocos los criaban y alimentaban para comerse solo a algunos de ellos cuando llegaban a la adolescencia temprana. No pude constatar si existían zaccas en libertad, pero ellos jamás cazaron a ninguno mientras yo estuve allí, y solo se limitaban a comerse a los que ellos criaban desde tiempo inmemorial, pues no pudieron decirme el origen de los primeros zaccas, más allá de justificarlo como regalo del Dios de la comida.

Yo intenté decirle a Jalmanwoco que los zaccas eran personas como él y como yo, pero no lo aceptaba. De hecho, me dijo que yo también era ganado, y que estaba reservado para la gran fiesta de la lluvia. Le dije que eso era un error, porque yo también era un woco, pero él decía que no y esa era la decisión del jefe Zimawoco. Yo le rogué hablar con Zimawoco y él me miró sorprendido. Yo quise pensar que se lo diría.

Tras este episodio estuve varios días sin ver a Jalmanwoco y apenas a ningún otro. Pero entonces, escuché un jolgorio y pude ver que casi todo el poblado venía a verme, con Jalmanwoco y el jefe Zimawoco a la cabeza. El jefe pidió que me sacaran de la jaula y, sentados en la tierra, pudimos hablar tranquilamente. Yo le enseñé mis dibujos de aves y quedó impresionado. Jalmanwoco le comentó que yo había aprendido su idioma bastante rápido, aunque aún había muchas cosas que tenía que decir por señas. El jefe pareció benévolo e inteligente y ese mismo día me puso una corona de hojas. Yo lo interpreté como un símbolo de ser un woco más. Entonces, me dejaron dormir con ellos en sus chozas de paja, comer con ellos, machacar las semillas de annato, recolectar mandioca y plátanos y salir a cazar monos.

Los primeros días pensé escapar, pero en realidad yo estaba disfrutando con el estudio de esta tribu, sus comportamientos y también los comportamientos de los zaccas, aunque no me permitían acercarme a su jaula. Ahora, en libertad, podía observarlo todo mucho mejor. Era el paraíso para un etnólogo.

Los wocos son un pueblo profundamente respetuoso entre ellos, y muy especialmente con los niños, a los cuales se les trata con enorme dulzura y se les educa con paciencia y devoción, enseñándoles las tareas de la agricultura, de la recolección, de la caza y también cómo hacer sus chozas y cómo cocinar lo poco que cocinan. La tribu parece muy bien organizada, pero todos hacen de todo, sin apenas discusiones. Desde mi liberación, me trataban como uno más y me enseñaban sus costumbres con respeto y con paciencia. También trataban muy bien a una familia de capibaras o carpinchos que vivían con ellos. Los capibaras (Hydrochoerus hydrochaeris) son roedores del tamaño de nuestros cerdos y allí los trataban como mascotas. Todos les ofrecían comida y caricias.

Conforme se acercaba la luna llena, notaba que los zaccas se ponían más nerviosos, pero también los wocos se iban acicalando el pelo, pintándose el cuerpo… y yo, también los imitaba para fundirme con ellos más aún. Pinté mi cuerpo con annato y así me sentía como uno más de ellos y notaba que no me miraban de una forma especial. No eran racistas conmigo.

Aunque la luna no estaba llena del todo, el jefe Zimawoco convocó a la tribu y dijo unas palabras que no entendí bien: algo sobre el Dios de la comida y algo sobre el agradecimiento que había que demostrar. Entonces, hizo traer a dos zaccas adolescentes, los tumbaron sobre una gran piedra, les sujetaron brazos y piernas fuertemente y con una piedra afilada les cortaron el cuello a ambos. Mientras se desangraban, pataleaban. Entre los gritos de la tribu, apenas oía los alaridos de los sacrificados, que me parecieron sordos y extraños, impropios de alguien que sufre.

Jalmanwoco era mi guía en la tribu. Era con el que mejor me entendía. Le pedí que me explicara lo de los zaccas, y me dijo que eran animales que el Dios de la comida les regalaba para alimentarse en las fiestas de la luna que se hacían en su honor. Eran animales muy ruidosos y, por eso, al nacer les clavaban un palo en la garganta, por la boca, hasta que los dejaban mudos y «así no dan guerra», me dijo con total tranquilidad. Luego siguió hablándome de los zaccas y me contó que entre ellos solían pelearse y se tiraban de los pelos. Para evitarlo, sus cabezas eran quemadas y así ya no podían arrancarse los pelos. Entonces entendí porqué eran calvos y tenían esas extrañas cicatrices en la cabeza. Pensé en el dolor que debe causar que te quemen la cabeza completamente.

Me parecían prácticas crueles y sanguinarias pero no me atrevía a decírselo y, de hecho, me comía todo lo que me ofrecían para que no se sintieran ofendidos. Pero Jalmanwoco me notaba raro y me preguntó si en mi tribu teníamos animales zaccas. Yo dudé pero… al final contesté que sí, que teníamos de varios tipos. A unos les llamamos cerdos, a otros gallinas, pavos, vacas, patos, conejos… y paré la lista porque Jalmanwoco estaba sorprendido de que tuviéramos tanta variedad de ganado.

Yo le dije que me parecía cruel que se le rompiera la garganta y se les quemara la cabeza a los zaccas, y él me contestó que se hacía por su bien, para que no sufrieran tanto. Me preguntó si a nuestro ganado nosotros le hacíamos algo malo y yo me puse triste: tuve que reconocer que sí. Le conté, resumidamente, que a las gallinas se les corta el pico y a los cerdos se les corta la cola y se les arrancan los dientes para que no se muerdan entre ellos. Su gesto en la cara denotaba repulsión, pero llegó hasta la náusea cuando le comenté que nuestros cerdos son similares a sus capibaras, sus mascotas. Él no entendía que a un animal tan adorable se le pudiera considerar ganado y yo… también empecé a dejar de entenderlo.

Hablando con Jalmanwoco, ambos llegamos a la conclusión de que lo que les hacemos a los cerdos y lo que ellos les hacen a los zaccas supone sufrimiento para ellos. Preferí no hablarle de otras cosas que les hacemos a los animales, como por ejemplo para hacer foie-grass, pues me avergoncé de mi propia civilización.

Al anochecer, Jalmanwoco y otros miembros de la tribu hablábamos y todos se sentían atraídos por mis historias sobre mitología universal. Cuando podía, sacaba el tema de los zaccas. Intenté razonar con ellos sobre la diferencia que hay entre maltratar zaccas, que son animales de nuestra misma especie, y maltratar a otras especies, pero me resultó complicado porque el concepto de especie no parecía ser interesante para ellos. De hecho, los wocos consideran a los capibaras como miembros de su familia. En nuestra civilización muchos lo hacen con sus perros, gatos… y por eso nuestras leyes defienden a esas especies más que a otras. Además, el propio Darwin demostró que la diferencia entre especies es cuestión de grado. O sea, que la separación entre especies se produce gradualmente y no escalonadamente.

Ilustración del libro Relatos Ecoanimalistas
Este relato está incluido en el libro Relatos Ecoanimalistas. Pincha en el loro y hazte con él.

A mis charlas con Jalmanwoco, poco a poco se fueron sumando más miembros de la tribu. Entre todos me enseñaron a respetar a todas las criaturas cuando no iban a ser cazadas, incluso aunque fueran peligrosas. Para ellos todas las criaturas eran buenas, incluso cuando les hacían daño, pues estaba en su naturaleza defenderse. Todos tenían muy claro que debía estar en su propia naturaleza tener cuidado para evitar que los dañaran, tanto como evitar hacerles daño. Solo hacían daño a los animales que iban a comerse (principalmente monos y de forma muy esporádica) y lo hacían intentando que sufrieran lo menos posible. Incluso, al comérselo pedían perdón al alma del animal abatido con un ritual específico. Además, me confesaron que no comen peces porque consideran indigno sacar a esos animales de su medio, ya que no pueden respirar mientras les llega la muerte.

Conforme íbamos hablando de todo un poco, noté que casi todos estamos de acuerdo en que el sufrimiento en los animales como mamíferos, aves, reptiles o peces es suficientemente importante como para tenerlo en cuenta. Con razón dijo Peter Singer que si un ser sufre, no puede existir ningún tipo de justificación moral para rechazar que ese sufrimiento sea tenido en cuenta. Sin tener estudios, aquella gente y yo mismo habíamos llegado juntos a esa misma conclusión.

Cerdo camino del matadero: Su sufrimiento debería ser tenido en cuenta.Una característica que marca una gran diferencia es el habla. Los zaccas no hablan con la voz porque se les rompe la garganta al nacer siguiendo una tradición ancestral. Pero en realidad, todos los animales hablan. Puede que no hablen nuestro idioma, pero hablan el suyo. De hecho, la tribu de los wocos habla con sus capibaras y entienden lo que estos animales dicen. Quien haya tenido un perro estará conforme en que los perros hablan y se comunican con sus dueños de múltiples formas. Por ejemplo, comunican el dolor y la alegría con suma facilidad.

Así mismo, observando a los zaccas pude ver que sí hablaban entre ellos, por gestos y símbolos. Sus rostros demostraban tristeza y sufrimiento, igual que los rostros de los cerdos cuando están en las puertas de un matadero.

Nuestras charlas generaron un grupo de presión en la tribu para pedir que a los zaccas no se les rompiera la garganta al nacer. Lo consideré muy importante, porque en cuanto los zaccas pudiesen hablar, entonces su voz sería clave para su liberación, tal y como me ocurrió a mí. Igualmente, el día que las personas aprendamos a entender las miradas de los animales, ese día el ser humano dejará de maltratarlos.

Información adicional:

Blogsostenible, un blog muy ecológico
Blogsostenible, un blog muy ecológico… pincha aquí arriba y lee algo… ¡a ver si te gusta!

 

12 comentarios sobre “¿Son salvajes los indígenas? (relato animalista)

  1. […] El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968): Es un clásico del cine que, por su enorme difusión, debería haber influido en el trato que damos a los animales (si fuésemos racionales). En la cinta, una nave espacial llega a un planeta lejano en el que los simios son la especie superior y los humanos son tratados como insensibles y sin inteligencia, porque no pueden hablar. Uno de los astronautas es capturado y, al poder hablar, es considerado un peligro para el sistema de los simios y quieren deshacerse de él. Sin embargo, una doctora animalista está convencida de que los humanos son seres sensibles e inteligentes y quiere ayudarlo a escapar. Los textos más antiguos de los simios les previenen de la maldad de los humanos, diciendo cosas como que los humanos son capaces de matarse entre ellos y recomendando no dejarles procrear en gran número, porque convertirán todo en un desierto. La película muestra las costumbres con los que los humanos tratamos a los animales en el planeta Tierra: como si no sufrieran, como si no tuvieran derechos, como si fueran inferiores, como si no tuviera sentido dejarlos vivir sus vidas en libertad… Recomendamos la lectura del relato ¿Son salvajes los indígenas? […]

    Me gusta

Comenta algo: